Berlin calling
Desde siempre he pensado que el mejor indicador de una ciudad es su ausencia de adjetivo, en la medida en que se vislumbran en su naturaleza inefable. La primera vez que llegué a París ya había estado en el otro, en el imaginario, en el lo que luego se convirtió en materia de mi tesis. Como escribió Octavio Paz, visitar París era como releer los clásicos: siempre habíamos oído escuchar de ellos e intuíamos algún tipo de particularidad ya hecha evidente. Sobra decir que llegué con Rayuela bajo el brazo, y que me puse el abrigo entre mares de sudor a mediados de septiembre. Cuando conocí Barcelona por allá en el 97 la asocié directamente con el Port Olímpic, un vestigio de los juegos olímpicos que no tardaría en echarse a perder. De Londres recuerdo un atardecer a las cuatro y media de la tarde y del único hotel que encontramos con mis papás: una elegancia estrecha, oscura y fría—recuerdo, también, que pude usar el abrigo que el clima de París aún no me permitía. De Madrid recuerdo que