Viajero

En Charles de Gaulle. Nunca el equipaje me había jugado una mala pasada (debo decir, más bien, pesada). En Bogotá, me fue necesario dejar de lado casi cuatro kilos, en los que incluyo, lastimosamente, un regalo que le enviaba a Miguel su madre, un saco amarillo que compré hace un par de meses de una textura deliciosa, y un litro de aguardiente de Caldas. Creyendo que todo había pasado, me embarqué sin problema, dedicándome, como siempre lo hago en los viajes nocturnos transtlánticos, a la imperiosa atmósfera nocturna del avión, a una lectura somera de un libro de Hemingway, y a un par de películas, algunas ya vistas, otras recién conocidas (la segunda vez que me pasa con Hemingway: leí The Sun Also Rises camino a los Sanfermines; ahora, A Moveable Feast, rumbo a París. Es una lectura, verdaderamente, pasajera). Me llamó la atención, entre mis lecturas, que hay escritos en mi pasaporte dos nombres, uno en la contraportada, otro en la página final: Oscar y Marcela. ¿Quiénes serán estos misteriosos registradores de mi pasaporte, que lo utilizaron a manera de bloc de notas? Esa pregunta es la que siempre me atormenta cuando viajo durante más de quince horas. ¿Quién será esta joven de peso mayoritario, que se acomoda una y otra vez en mi banca del frente, durmiendo mientras cubre su cuerpo con una manta robada de Air France? ¿Quién será este alemán que come a mi lado un bocadillo de jamón y queso, y comenta con su novia algo cada vez que pasa un bocado? ¿Quién será el viejo que llegó, extenuado, con su hijo, cargando una maleta gris que parece contar con 50 kilos? Entonces vuelvo al comienzo: la mala pesada que me cobró hoy el equipaje. Pasando el chequeo del Charles de Gaulle, aparece mi navaja Victorinox en mi equipaje de mano. Si hubieran visto esto en Bogotá, esa joyita que guardaba, comprada en Ginebra ya hace más de diez años y con mi nombre inscrito en su costado (recuerdo que la señora del almacén iba a cometer la burrada de en vez de escribir Ginebra se preparaba para escribir Génova) se habría quedado en mi casa bogotana a la espera de mi regreso. Pero esto no ha sucedido. Está ahora en una caja de cristal, acompañando los muchos otros objetos cortopunzantes que muchos, como yo, hemos olvidado tontamente, dejándolos en el equipaje de mano.

Tengo hora y media de espera, e internet no es gratis, por lo que esta entrada la hago en diferido. Así me siento en estos viajes: la mirada diferida que no logra saber quién acompaña el periplo, el objeto diferido que quién sabe dónde reposará de ahora en adelante, mostrándole a los ojos de quien la vea su verdadero dueño, su hasta hoy único portador.

Aeropuerto Charles de Gaulle, 12:30pm

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