Travesía musical
He estado los últimos días inmerso en una colección de música que un primo me pasó en mi estancia bogotana. La cantidad de música es mastodóntica: el top 100 del billboard desde 1956 hasta 2002. Hablamos algo así de 5000 canciones, pasando por todos los géneros que desde entonces han venido apareciendo; géneros, claro está, que hayan puntuado a su manera en la lista norteamericana. La relación que he tenido con cada década es apenas natural: la década de los 50's me ha dado la oportunidad de adquirir las melodías que he oído en clásicos del cine, cuando ser rebelde era llevar una chaqueta de cuero negro; los 60's han sido un poco más comprensivos, en la medida en que reconozco una que otra canción, salida de gargantas hippies, entre humaredas de marihuana y sangre ácida recorriendo los atardeceres de San Francisco. El funk y disco de los setentas me han dado un boleto gratis, barra libre y libre acceso, a los clubes y discos más exitosos de Nueva York. En cambio, los ochentas es otra cosa. Puedo imaginar una historia de nuestra cultura pensando en los hits que han salido a través de los años, de cómo las costumbres, los gustos y las tendencias han ido cambiando dependiendo de la música que se escuchaba, y la música que se dejaba de escuchar. Pero los ochentas es otra cosa: recuerdo mi propia historia de niñez de manera aletargada, en algunos casos confusa, pero decididamente musical. He recordado las canciones que odiaba, y aún las odio; he recordado las canciones que "bailaba" (porque aún me cuesta el verbo), y ya no despiertan tanto las piernas. Pero sobre todo recuerdo las canciones que oía en la intimidad de mi cuarto compartido con mi hermano, en noches oscuras con el walkman; de las canciones que me recordaban a alguna niña que me estuviera trayendo loco, que me hubiera dado el no o el sí durante el recreo del colegio. Y también recuerdo todas aquellas canciones que escuchaban los grandes, mis primos o tíos, mi hermano. Y esas son las canciones que más calan, precisamente porque son aquellas que traen momentos de fantaseo con la edad, con las chicas y con todo aquello que en algún momento quisimos y ahora, casi 2o años después, hemos hecho o dejamos de hacer. Los momentos en que el niño cae en cuenta de serlo son absolutos. Recuerdo una vez que estaba en un almacén de zapatos, y llegó una pareja con un niño de apenas siete años. Mi impresión fue que iban con la madrasta, porque había algo en su mirada que no llegaba a ser como la del padre. El niño iba tranquilo, caminando por ahí, y la mujer casi se abalanzó encima suyo a discutirle por algo, mientras que él entró en una pequeña crisis de cotidianeidad. Y a los pocos minutos, el niño entre lágrimas, pude ver cómo se quedaba, casi escondiéndose detrás de las piernas del padre, mirándose al espejo. Mientras caían esas lágrimas-de cocodrilo o no-, su mirada se fijaba en su propia pupila, como si se estuviera descubriendo, diciéndose a sí mismo: "Así me veo llorando". Estoy seguro de que jamás olvidará ese momento.
No recuerdo haber llorado con alguna de estas canciones. Pero estoy seguro de que la memoria es una cosa, mientras que la emoción musical de los 13 años es otra.
Comentarios
Saludos,
RF
Gracias por tu comentario, Ricardo.
los catorce años. Mi madre me obligaba a salir con los amigos a cenar y a
bailar y casi a llegar tan tarde como fuera posible. Y yo, a regañadientes,
obedecía. Sonaba en las discotecas de la Barcelona de entonces, Modern
Talking. Ese par de alemanes que cantaban Brother Louie, You´re my heart and
you´re my soul y otras lindezas. Todas sus canciones sonaban igual. Y yo
aprendí a bailar con ellos. Y desde entonces no he parado. Mi madre ahora
espera que llegue un poco más pronto, pero ya es tarde.
Buena música a todos.