Dos horas
Hay dos horas en particular que encuentro fascinantes: las seis y cuarto de la mañana, o digamos seis y media, y las cinco y cuarenta de la tarde. Desde que caí en cuenta de mi fascinación, he intentado discernir una y otra vez los motivos como tal por los cuales siento esta atracción—desde que leí partes del libro de Barthes, caí en cuenta de que incluso el amor está sujeto a un análisis lógico y racional. En los dos casos, siento que la luz es, como siempre, la protagonista principal de la película que proyecta el tiempo: me gusta en la mañana porque es la luz la que entra en la oscuridad, como una infame asesina apuñalando una y otra vez su propia ausencia; siempre he tenido la sensación de que cuando la luz se proyecta en cualquier superficie mañanera, es como si volviera a su estado original, gracias a la naciente luz y al viento frío purificador—la mañana es lo que Platón llamó el mundo de las ideas. La tarde, en cambio, me gusta no porque la oscuridad apuñale vengativamente a la...