Dos horas

Hay dos horas en particular que encuentro fascinantes: las seis y cuarto de la mañana, o digamos seis y media, y las cinco y cuarenta de la tarde. Desde que caí en cuenta de mi fascinación, he intentado discernir una y otra vez los motivos como tal por los cuales siento esta atracción—desde que leí partes del libro de Barthes, caí en cuenta de que incluso el amor está sujeto a un análisis lógico y racional. En los dos casos, siento que la luz es, como siempre, la protagonista principal de la película que proyecta el tiempo: me gusta en la mañana porque es la luz la que entra en la oscuridad, como una infame asesina apuñalando una y otra vez su propia ausencia; siempre he tenido la sensación de que cuando la luz se proyecta en cualquier superficie mañanera, es como si volviera a su estado original, gracias a la naciente luz y al viento frío purificador—la mañana es lo que Platón llamó el mundo de las ideas. La tarde, en cambio, me gusta no porque la oscuridad apuñale vengativamente a la luz, para nada: me gusta porque es el derrumbe de un imperio. Gracias a Dios, o a cualquier otro ente Arquitecto, no es un cambio súbito: se lleva a cambio lentamente, paulatinamente, como si de la vida o de la muerte todo dependiera. Me gusta porque es el ocaso de un reino de menos de doce horas. La historia se repite en un lapso tan corto, mueren reyes y caen imperios, y siempre habrá uno alguno que sorprenda más que el otro, o siempre habrá un párpado cerrado que preferirá un silencio marchito. Esta es una imagen que uso mucho: silencio marchito. Quizás es por la palabra, quizás lo marchito es metáfora de los imperios que caen. Me gustan los castillos medievales, me gustan las calles que en el siglo XIX fueron testigos de tantos amores marchitos. Ya son reyes marchitos, ya son jueces despojados de poder. Quizás lo más apasionante de lo marchito es que, aún luego de despojar alguna característica, sigue evidenciando su estado anterior: una rosa marchita no es nada más que una rosa que dejó de serlo, así como un rostro marchito jamás se olvida de su juventud. Es en la ausencia que la presencia se hace evidente, igual que sucede con la muerte.

Comentarios

Unknown dijo…
A ver si escribe algo amigo mío. ya estoy aburrido de ver su mismo post desde hace un mes.

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