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Mostrando las entradas de julio, 2004

Dos horas

Hay dos horas en particular que encuentro fascinantes: las seis y cuarto de la mañana, o digamos seis y media, y las cinco y cuarenta de la tarde. Desde que caí en cuenta de mi fascinación, he intentado discernir una y otra vez los motivos como tal por los cuales siento esta atracción—desde que leí partes del libro de Barthes, caí en cuenta de que incluso el amor está sujeto a un análisis lógico y racional. En los dos casos, siento que la luz es, como siempre, la protagonista principal de la película que proyecta el tiempo: me gusta en la mañana porque es la luz la que entra en la oscuridad, como una infame asesina apuñalando una y otra vez su propia ausencia; siempre he tenido la sensación de que cuando la luz se proyecta en cualquier superficie mañanera, es como si volviera a su estado original, gracias a la naciente luz y al viento frío purificador—la mañana es lo que Platón llamó el mundo de las ideas. La tarde, en cambio, me gusta no porque la oscuridad apuñale vengativamente a la

Artista

Leí en el blog de un querido amigo (imigrante.blogspot.com) un pequeño mensaje sobre lo que es ser artista. Dios mío, qué pregunta. Entro a un doctorado sólo para poder analizarlo màs a fondo, y sólo para poder investigar a todos los del XIX y cómo ellos crearon la figura en sus textos. Creo que más allá de ser o creerse artista, más allá de dejarse reconocer como tal, más allá de prender velas y conocer noches solitarias, más allá de todo eso está el tiempo. Más importante que crear arte es que el arte lo cree a uno, y uno creer en esa creación. Lectores de su propia obra, espectadores del show que explaya el espejo, a veces pienso que ese camino no lo recorre nadie salvo el crepúsculo, citando a Basho.

El Mar

Quizás es por la soledad. Me gusta la soledad que inspiran los muelles melancólicos en la tarde, con su luz parca descendiendo por las olas, llevándose consigo las últimas secuelas de un clima marchito. No sé si lo que me gusta es estar solo o sentirme solo en los despojados laberintos del mar, llevar un libro que pocas veces abro, o afilar la punta de un lápiz que pocas veces uso; me gusta sentarme meditabundo en los anaqueles de un espacio perdido, pidiendo a gritos silenciosos forjar la frase incólume que me permita despojarme de un beso mal dado o de una primavera otoñal, de un invierno caluroso o de una multitud solitaria, de una pluma de plomo, o de un filántropo enamorado de la soledad. Dejo que las frases se desprendan, me permito desprenderme de mí mismo como si fuera una sinfonía inconclusa o un violín desafinado. Me llevo y dejo llevar por colmillos salados de espuma venusina, y camino por la arena sin dejarme mirar atrás y permitiendo a la gangrena poner semillas en la heri