Esta entrada se ha hecho esperar.
Ya lo había comentado con alguien antes del viaje: me parece fascinante entrar en mi baño bogotano, y ver mi reflejo en el espejo del baño que una vez fue mío, que una vez me vio salir día a día al colegio, a la universidad, al trabajo. Los muebles cambian de lugar, las lámparas de esquina, pero el espejo es siempre el mismo, con la diferencia de que el reflejo es quien cambia.
Sin embargo, hay otro espejo que me he dado cuenta es más fascinante y duradero, y este es el espejo de la biblioteca particular. En alguna celebración recibí tantos libros antes de salir de viaje, que aún no sabría qué tengo y qué dejé de tener debido a quién. Lo que sí sé es que siempre que vengo de Barcelona, me es completamente necesario tomarme un par de tardes para caminar entre los libros, observando los lomos desgastados por el sol, recordando aquellos tomos que leí apasionadamente, que rechacé enfáticamente, que jamás leí por descuido, aburrimiento o pereza ("¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos!", como dice Ribeyro
aquí). Pero están los otros, los que leí una y otra vez con lápiz recién tajado, en noches interminables de clases, en sillones, escritorios y camas. La biblioteca como bosque: aparece esa edición de 1939 de
Manon Lescaut, donde leí por vez primera la diferencia entre virtud y vicio; la
Obra poética de Guillén, de la cual me aprendí hasta la insconciencia "Tu recuerdo"; el
Maestro y Margarita de Bulgákov, donde aún hay frases amorosas con tinta negra de una novia de bachillerato;
Yo el Supremo, de Roa Bastos, que me trae a la memoria más libros y sensaciones que cualquier biblioteca nutrida; la
Gramática latina de Cambridge, que me intentó ayudar en noches interminables de estudo latino; y esa hermosa edición ilustrada de cuentos de Gógol. Pero también están los otros, los que nunca leí por descuido, como
el Viaje Sentimental por Italia y Francia de Sterne; la
Correspondance de Flaubert, que dejé inacabada; una pequeñísima biografía de Beethoven; un libro sobre Chopin que cargué incansablemente pero cuando llegaba el momento de leer, dejaba de lado casi instantáneamente; la poesía y prosa completa de Shelley, de la cual no leí más que una veintena de páginas, quién sabe por qué. Esos dos pilares narrativos, intelectuales y pasionales que fueron
Tristram Shandy y
A Heartbreaking Work of Staggering Genius, de Eggers. Esos cuentos perfectos llamados
Interpreter of Maladies de Lahiri; el
Nombre de la Rosa, que aún contiene mis anotaciones
de décimo grado en lápiz número 2.
Como siempre, estos son apenas algunos. No es que no los hubiera vuelto a leer, porque muchos se me atravesaron en fotocopias, ediciones más nuevas o más viejas, en libros prestados o libros robados. Pero cuando llego a la biblioteca de mi cuarto, me veo a mí mismo caminando por ese bosque, con gestos más inocentes pero quizás más atrevidos, con gestos más aventureros pero seguramente más maleables. No soy un adorador del libro, debo aceptarlo: no soy un coleccionista que empeñaría todo en tener una primera edición. Pero estas, de alguna manera, son para mí primeras ediciones, todas incunables, que permanecen en el mismo sitio hasta el momento en que vuelvo, y, una vez más, me paseo por ellos como buscando las huellas de un Dédalo que caminó por el bosque una vez impoluto, pero que ahora está plagado de sentimientos mágicos y de pasiones deliciosamente exacerbadas.
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