La gripa bogotana

Ya es un lugar común afirmar que regresar a Bogotá conlleva necesariamente la obtención de la gripa, de una manera despiadada, arrogante y directa. Ayer estuve en estado griposo, y me alcanzó a dar fiebre, 38 grados sin explicación. Hace seis meses, cuando estuve por acá, me dio la misma gripa apenas llegué, y además, a las 4 semanas, unas amigdalitis que me privaron de ver la calle durante más de cuatro días. Mi papá me dice que es cuestión de las defensas: que mi cuerpo no cuenta con las suficientes defensas para rechazar el virus bogotano. Esto no me debe pasar solamente a mí, en la medida en que a muchos otros, como lo dije al comienzo, sucumben al mismo estado. La pesadez, la burbuja creada por debajo de la piel de la cara, los aros rojos alrededor de las fosas nasales, los labios resecos por la respiración por la boca, los estornudos repentinos, el estornudo qeu se pierde en el laberinto de mis ojos, nariz y boca, "sonarse" constantemente (ahora que lo pienso, el verbo es perfecto, porque la gripa, ante todo, crea ruido, ya sea con la nariz, con la boca o con el cuerpo entero), sentir que en cualquier minuto se acabará la última barra de la batería y quedaremos postrados en el piso.
¿Qué tan cierto es haber perdido las defensas? Cuando vengo a Bogotá, presiento sus calles, me aletargo en callejones desmedidos, vaticino las esquinas peligrosas. De alguna manera, si bien mi cuerpo se encuentra indispuesto frente a esto, Bogotá sigue siendo ese mapa mental, ese mapa ameno y desfallecedor con el que siempre he cargado. Bogotá tiene un invierno eterno, y juro haber visto nubes, atardeceres y montañas como no las he visto en España, y como jamás las veré en Europa.
Sin embargo, me aterra pensar que de ahora en adelante, siempre que venga, exista la posibilidad de adquirir la gripa por falta de defensas. Y sí, es posible porque en Bogotá me siento indefenso: me hace falta adquirir la mirada que me permita comprender su significación.

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