El sonido más dulce

En The Sweetest Sound (2001), el director norteamericano Alan Berliner se encarga de mostrar el proceso y resultado de la búsqueda de todas las personas que tienen su mismo nombre, y de la invitación que les hace para que vayan una noche a cenar a su casa. El proceso fue largo, arduo, enviando cartas a todas las familias con apellido Berliner, pidiendo que le informaran si sabían de alguien que tuviera su mismo nombre. Esta incertidumbre nació de la idea misma de saber qué tan único era su nombre, y también de dos o tres confusiones con algún otro Alan Berliner. Todo el documental consiste en una investigación arqueológica de su nombre, con esos espacios mandórlicos en los que su nombre deja de ser solamente el suyo, sino que también es compartido por otros. Vemos en el director ese deseo incólume de querer ser el único Alan Berliner, pero también vemos esa fatalidad que le obliga a reconocerse como uno más de esos nombres. Durante dos o tres veces, tenemos un cuadro de Alan Berliner repitiendo hasta la inconciencia su nombre. Como es sabido, repetir consistentemente una palabra en voz alta elimina su sentido, y la convierte en eso mismo, en una palabra sin referente. Es lo más parecido a decir: hago todo esto por una simple construcción fonética.
Es una reflexión de una hora y media en torno al nombre personal. ¿Qué implica? ¿Cómo toleramos y llevamos la tiranía del nombre, en la medida en que es algo con lo que cargaremos toda la vida, pero nadie nos ha preguntado si en realidad queremos llevarlo? ¿Cuál es el peso simbólico del apellido, cuál es la carga familiar cuando se es el único hijo varón que debe continuar con el apellido? ¿Cómo logramos dominar el anhelo parricida del nombre, que primero nos lleva a identificarnos como hijos de alguien y luego a apropiarnos del nombre y del apellido que nunca fueron pedidos, pero que ahora resultan indivisibles?
El final de la niñez bien puede ser equiparable al momento mismo en que nos damos cuenta de que no somos los únicos con nuestro nombre. Recuerdo cuando pequeño que conocía a alguien más cuyo nombre era Camilo -no Juan Camilo, sino Camilo, a secas. Existía una complicidad, a la vez que una sensación de usurpación, de invasión de un espacio íntimo y personal. No me sucedía lo mismo con el apellido, porque el apellido lo teníamos todos mis familiares; pero no todos tenían el nombre Camilo. Me sucedía algo parecido con los demás nombres. Jamás creí que alguien pudiera llamarse "Jesús", más que el redentor; siempre "Germán" fue un nombre de adulto, porque es el de mi papá. Cuando veía a alguien de mi edad con ese nombre, lo pensaba como un error y confusión sin límites. En compañía con el nombre, nunca imaginé que alguien más pudiera haber nacido el mismo día que yo. Por fortuna, nunca conocí a un Camilo que hubiera nacido el 23 de marzo (sin importar que fuera de 1979). Creo que hubiera tenido al impresión de haber conocido al ladrón por antonomasia.

Berliner en su documental cuenta de una actividad que bien yo había llevado a cabo muchas veces, pero que desconocía su nombre: egosurf. Consiste en busca nuestro propio nombre por internet. Yo ya lo había hecho muchas veces, quizás por vanidad, pero también para saber de qué manera circulaba mi nombre por las esquinas del ciberespacio. Me encontré en algunas secciones que sabía que aparecería, pero también comenzaban a aparecer "los otros Camilo Hoyos". Siempre que terminaba en la página de alguno de éstos, lo identificaba fácilmente: "Éste es el modelo", "Éste otro es el ingeniero de sistemas". Pero luego de ver el documental de Berliner cambió mi percepción. Nunca quise ver más allá del nombre, quizás porque la impresión de usurpación me lo impedía. Nunca me pregunté cómo serían, cuál sería su película favorita, o qué pensarían en el momento en que supieran que hay más Camilos Hoyos por ahí rondando en el mundo. ¿De qué manera nos relaciona tener el mismo nombre?
Me dispuse, entonces, a buscar con un poco más de atención los distintos tocayos. Caí en cuenta, primero, que hay pocos "Camilo Hoyos", a secas: se considera, pienso yo, que el nombre Camilo es muy corto, así que siempre funciona en nombres compuestos. Encontré Camilos de Bogotá y Medellín; seguramente habrá de más lugares. El lugar no me llama tanto la atención ahora como el nombre, y punto. Me gustaría saber sus fechas de nacimiento: sé que hay allí afuera algún Camilo Hoyos nacido el 23 de marzo. Desde pequeño lo sé, y creo que he estado esperando el momento de saber de él. Me pregunto cómo será, qué hará, si tendrá mis mismos intereses, si ha escogido otra manera de sentir la vida. También podríamos pensar que nació, como yo, antes de las seis de la mañana. Podríamos pensar, incluso, en una triple coincidencia: nombre, hora y fecha. ¿Quién garantiza, entonces, las diferencias y las similitudes? ¿Habría algún tipo de comprensión mágica, planetaria, entre nuestras ideas? ¿Podríamos llamar a alguien más como "hermano estelar", simplemente porque coincidimos en la familia de días?

Camilo Hoyos: modelo bogotano. Estudió diseño gráfico, y tiene su propia agencia.
Camilo Hoyos: nació en Bogotá. Vive en Alemania, donde estudia, presuntamente.
Juan Camilo Hoyos: cuentero de Medellín. Tiene su propia página web, pero que está vacía. Tengo la impresión de que además escribe cuentos, pero no he leído ninguno.
Juan Camilo Hoyos: (creo que es distinto al anterior). Arquitecto, a mi parecer. Tiene un blog en el que salen cortes transversales de unos planos de una casa. Me gusta.
Jonathan Camilo Hoyos: Bogotano, vivió cuatro años en Sogamoso. Organiza un festival de música en Sogamoso.
Camilo Ernesto Hoyos: el ingeniero. Ya lo había visto muchas veces por ahí, en resultados de google, dejando comentarios a otras entradas.
Fabián Camilo Hoyos: Jugador del Koomi Basketball Club, de Bogotá. El equipo es de la liga bogotana. En el 2007, comenzaron un nuevo torneo en Modelia. Estadísticas: Rebotes: 4/21; Perdidos: 1/25; Robados: 0/15; Asistencias: 0/6; Faltas: 3/28; Valoracion: 0.61/7.43. Por lo visto tenemos en común la poca habilidad para el basket.

Hago un poco de trampa: si no fuera por el nombre compuesto, la lista se reduciría a tres. Pero siempre he tenido la impresión de que, por lo menos en Bogotá, el nombre compuesto adquiere su propio valor: el único nombre compuesto que no es ignorado, sobre todo por profesores, es "Juan Sebastián", o "Juan Fernando". De resto, todos los demás son fragmentados, cortados, según el antojo. Estoy seguro de que a Fabían Camilo no le llamarán "Fabián Camilo", sino "Fabián" o "Camilo". Tiendo a pensar que es el segundo. Asi lo puedo incluír en la lista.

Una vez, en una clase de la universidad, ya entrados en años y a punto de terminar, una profesora llamó lista. Nos sorprendió a todos cuando leyó el nombre completo de un amigo: "David Andrés B." Para nosotros, era solamente "Andrés". Quizás él mismo lo decidió así, desde el primer momento. Pero la profesora nos desveló ese otro nombre que había sido ocultado durante tanto tiempo, a merced de las listas públicas o conteos generales. Desde pequeño, no sé por qué, he intentado colar la mentira de que mi nombre es en realidad "Rafael Camilo". Lo hice por primera vez en clase de inglés a na compañerita, que no creyó nada. No me gusta, debo aceptarlo. El "Rafael" no lo encuentro molesto, pero la combinación de los dos no es de mis preferidas. Intento colar la mentira para imaginar una instancia en la que a la otra persona le será desvelada ese secreto íntimo, personal, durante tanto tiempo oculto, y repentinamente sacado a relucir: la existencia de un nombre. De ese falso "Rafael" que hay en mí.

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