Despidiendo a Marie-Claire


Ahora, al día siguiente y luego de haberlo pensado con la cabeza tranquila, tengo la certeza de que se trata de una coincidencia: justamente he estado leyendo por estos días acerca de las teorías de Baudelaire sobre las correspondencias, el mundo invisible y la manera como debemos entender los símbolos que podemos leer en la Naturaleza- resolver los hieroglíficos que encontramos día a día en aquello que acontece.
Caí en cuenta de que todas las alarmas que tiene mi teléfono celular me habían aburrido—despertar con un sonido ensordecedor es quizás la peor pesadilla para cualquier durmiente. Así que decidí activar la alarma del iPod, y escogí una canción que, hace dos días, sonó estupendamente en el momento de mi levantada: “Eclair de Lune” de Scsi-9. El dinamismo con el que empieza la canción, primero con unos leves y reveladores acordes, para luego hacer sonar la percusión y las lentas progresiones de los sonidos del teclado se me figuraron como una metáfora perfecta el despertar—aquella mañana desperté como si hubiera estado durmiendo en un jardín edénico. Ayer en la mañana, sin embargo, falló el equipo de sonido al cual estaba conectado. Se trata de un Creative que cuenta con un sub-wofer y dos altavoces graves. Hubo algún problema de conexión—ya lo había notado con anterioridad— en el que el sub deja de funcionar, otorgándole todo el protagonismo a los dos altavoces. En otras palabras, conviertie la canción en otra cosa, en otra sensación. Sentí frío desde el momento en que empezó a sonar la canción —un frío palpitante que venía sintiendo en las últimas horas, debido a un dormir sin nórdico, ya cuando la temperatura otoñal entra en escena. Desperté bajo el sonido extraño de los acordes súbitamente descubiertos cuando se logra desentrañar una canción auditivamente: una vez perdemos los bajos, todo lo demás sale a flote como si se tratara de un pedazo de icopor sepultado en las profundidades de un lago. Me pregunté por qué justamente en ese momento el fallo de conexión caprichoso había sucedido; me pregunté cómo fue que la noche anterior, cuando probé que la conexión estaba bien, funcionó perfecto, y pude ir a dormir con la clara alegría de que mi día siguiente comenzaría con la canción; me pregunté por qué, si podía funcionar, no lo hizo. El hecho de que no hubiera funcionado me trajo a la mente la perversa e indiscutible idea de que algo sucedería en este día: era cuestión de esperar. Había algo que se venía preparando.
Al llegar a la uni en mi querida Marie-Claire, decidí encadenarla en el parking del fondo, donde siempre se encuentra un guardia y quien pasa por allí siempre es, aparentemente, estudiante. Encontré un espacio de inmediato. Encadené la llanta delantera y el sillín a uno de los laterales del tubo. Luego tomé la U y, mientras la cerraba, hubo un súbito movimiento, quizás de la otra cadena que ya había asegurado, que hizo que las llaves, enteras, salieran volando por los aires, aterrizando en la cadena de una bicicleta cercana. Jamás me había sucedido esto. Jamás había visto semejante insolencia por parte de un acto apenas trivial, normal y cotidiano. Fui hasta la otra bicicleta y tomé mis llaves. Me pareció curioso, sin embargo, que un hombre que estaba sentado cerca de mí parecía deshacerse de ese extraño comportamiento antigravitacional mirando hacia la calle Wellington, quizás se trataba de un par de turistas tardíos que se encaminaban hacia la playa de Nueva Icaria. Entré al edificio.
Horas más tarde, cuando regresé al párking, tuve la nefasta y perdurable cuanto menos esperada sensación de soledad: Marie-Claire había sido robada. Alguien tomó una tenaza y cortó la cadena, dejando la U intacta sobre uno de los tubos. Caí en cuenta de que el error había sido mío: con el súbito movimiento de las llaves, no revisé si había ajustado correctamente la U. Ahora sé que tontamente, en un error apenas infantil —yo, que llevo montando y asegurando bicicletas durante más de tres años en Barcelona; yo, que ya he sido víctima de otros robos, de otras pérdidas de valiosas doncellas, como lo fueron Valentina y Martina— no revisé que la U sujetara la estructura de la bici y la llanta trasera. La sensación de impotencia frente al espacio ultrajado y violado de mi bicicleta me hizo deshacerme en disgustos con la administración, reclamando la presencia del guardia que, por negligencia, le dio el suficiente tiempo al ladrón de tomar unas tenazas y salirse con la suya—y salir de la uni en la mía.
Vuelve, pues, Marie-Claire —¿pero quién sabrá ahora tu nombre, si vuelves a nacer bajo las piernas de un nuevo comprador?— al mercado negro. Se trataba de la herencia que el buen Berni me dejó cuando partió hacia Berlín. Él mismo la había comprado por 25 euros en la rambla del Raval, luego de que un joven hubiera llegado aquella noche de noviembre a ofrecérnosla, aceptando como siempre lo hacen que la acababa de robar en el Arco del Triunfo a algún desgraciado ciclista. Ayer me tocó a mí.
¿Sabré si el desperfecto de mi equipo de sonido, el frío latente que sentí durante la noche y el súbito volar de las llaves en el parking eran apenas advertencias de un mundo invisible? No, jamás lo sabré. Pero en el mundo de la lectura de la realidad cualquier hermenéutica nos permite comprender la alianza entre los diversos vectores que nos rigen día a día. La alquimia del día consiste precisamente en hacernos saber que en cada una de las acciones se presupone otra. No sentí rabia, en últimas. Sentí simplemente la impotencia frente a un mundo que a veces da la impresión de ya estar escrito, trayéndonos a él como lectores de un texto que nunca nos pertenecerá plenamente.

Comentarios

Breve comentario a “Despidiendo a Marie-Claire”

Leyendo el testimonio de este curioso evento no puedo evitar recordar un breve episodio vivido en Alemania tiempo atrás, del que dejara ya testimonio escrito en un viejo ordenador portátil que también me robaron hace no mucho en la biblioteca de la Universidad.
Hacía apenas una semana que había llegado a la pequeña ciudad de Friburgo, en la Selva Negra. Hacía un frío otoñal cuando regresaba, algo ebria, un día cualquiera de madrugada. No había transporte público y mi casa quedaba relativamente lejos. Me armé de valor, las manos en los bolsillos, la barbilla protegida al abrigo de la bufanda y de pronto, con una extraordinaria claridad, desee, no sabéis cómo, tener una bicicleta que aligerase el camino de retorno. Seguí caminado en el silencio inmenso de las calles desiertas. Noté un viento ligero agitar las copas de los árboles mientras mi cuerpo, anormalmente minúsculo bajo la inmensidad del cielo abierto, parecía sostenerse tan sólo gracias al humo de un cigarrillo. Y entonces la vi. Allí, varios metros más adelante, en el centro mismo de la amplia calle por la que acostumbraba a pasar un tranvía, yacía tirada una espléndida bicicleta de color rojo y blanco. Me acerqué con cautela creyendo que probablemente estaría candada, que el viento, especialmente violento aquella noche, la habría arrastrado desde la acera para situarla allí; y con la intención de devolverla a su lugar de origen la levanté. Lo hice con lentitud, debido en parte al frío, en parte al asombro, en parte al respeto que me inspiraba mi situación de habitante de una tierra nueva, todavía desconocida, particularmente insólita en aquella negrura solitaria. Algo, a lo lejos, pareció tintinear. Miré las ruedas, comprobé los frenos: no había atadura alguna y todo lo demás parecía funcionar con normalidad. Tomé asiento y colocando casi en un gesto solemne el pie sobre el pedal derecho comencé a pedalear, primero muy lentamente y cada vez más rápido hasta sorprenderme deslizándome rauda por las calles adoquinadas que no tardaron en llevarme hasta mi cálido y anhelado refugio.
Sólo unos meses más tarde caí en la cuenta de que aquello que yo había vivido como un regalo caído del cielo había sido un robo, cuando, tras un largo paseo por las calles de Friburgo, junto a la Catedral, rodeada de confortables restaurantes que se acostumbraban a tildar de burgueses, comprobé incrédula que en la farola donde horas antes dejara candada mi bicicleta, no quedaba más que un triste candado negro con forma de U.
Anónimo dijo…
María esa bicicleta pasó por tí, como Mare Claire por Camilo. Tal vez por saber que de alguna manera no nos pertenecen del todo les damos alas (sin darnos cuenta) para que sigan su camino errático.Me pasó en Bruselas. Estaba necesitando un celular y en el taxi me apareció uno que un pasajero olvidó.Por supuesto que no suelo hacer ese tipo de acciones, pero con este Nokia no dudé un instante de que era para mí.Aún lo tengo, y me encariñé mucho con él, pero acepto que alguna vez le tocará partir
Muchas gracias, Amalia, por tu comentario. Sea como sea este tipo de acontecimientos no dejan de entrañar algo misterioso, que nos deja mudos y perplejos y que, quizá, nos digan algo que debemos aprender a comprender. Si tu móvil desaparece, no dudes en comunicárnoslo!

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