Hommage à la fugitive beauté

Ya me había parecido verte detrás de algún mostrador de alguna biblioteca pública, buscando entre una montaña de libros alguno que yo había pedido: no recuerdo el título pero sí te recuerdo a ti, con una sencilla camiseta gris que mostraba los contornos de tu cuerpo suave y almidonado, permitiendo al café de tu pelo crear algún tipo de marea misteriosa en la medialuna de tu espalda. Entonces supe que debía pedir todos mis libros después de cierta hora, porque no me tomó mucho comprender que estabas allí de medio tiempo, sobre todo en las noches, y eso que desde siempre me ha parecido que las tardes invernales resaltan la belleza efímera. Pero nunca la organización de los días será del todo benévola, porque hubo un día en que dejaste de ir; jamás supe por qué, no podría ser de otra manera ya que jamás logré hablarte más allá de dos o tres préstamos que aún estaban pendientes. Sé que alguna vez te sonrojaste cuando pregunté por un título, y sé que más de una vez puse cara de tonto cuando me preguntabas durante cuántos días quería que fuera el préstamo. En medio de rojos multicolor, de silencios atrevidos y de palabras que no salían de la boca, volví en las mañanas a la biblioteca, esperando a toda costa encontrarte allí. Pero no fue así. Fue días más tarde, en algún supermercado de la avenida Mistral; llovía, no había muchos compradores, y entré por el largo corredor que cruza las filas de las cajas registradoras. Yo supe que se trataba de ti desde el momento en que entré; hubo un triángulo perfecto de visión, entre tu brazo derecho, tu pelo y tu frente pude reconocer tu mirada. Mechones de pelo salían por debajo de la pesada capucha de tu chaqueta, y yo pasé al lado sacudiendo el paraguas. Supe que no nos saludaríamos, porque nada de eso era permitido. Sé que nos miramos, sé que existió un segundo de nuestro tiempo en el cual nos pertenecimos, nos reconocimos, y el impulso de la pasión fue telúrico. Pero ajenos a los juegos que se deben jugar en la calle, pasamos derecho. Si viviera en otro tiempo, si hubiera sido un habitante de otra ciudad en otro siglo, habría bebido de tu mirada -paisaje donde germina el huracán- la dulzura que fascina y el dolor que aniquila. Habría jurado que te amaría por siempre, sin saber a dónde te diriges, si eres habitante de mi barrio o si acaso apenas venías a visitar a algún amante intempestivo, no hay mejor rato para dejar pasar la lluvia que aquél que se tiene entre los brazos de alguien más. Pero me resisto a que caigas en la temporalidad del amor, al juego macabro de la practicidad, al hoy te amo y sé todo de ti para luego, entre los dos, caer en cuenta de que no es tal cosa, de que ya no nos necesitamos y volvemos a la calle disoluta esperando que alguien más ocupe nuestro lugar. No hice más que sentir amor en nuestra mirada, pero le cerré las puertas en el mismo lugar: prefiero dejarte así, impoluta en la memoria y libre del facilismo del sentimiento, y que por siempre habites el laberinto marchito de los deseos amorosos.

París, nov. 22/23, 08

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