Agua


Hoy en la noche, mientras preparaba un plato de espaguetis con una salsa que ya se me había ocurrido alguna otra vez. El agua había empezado a hervir, pero antes de esto ya había yo picado la mitad de la cebolla de Gerona, morada como un repollo sin tener absolutamente nada que ver, y la otra mitad de cebolla normal como un redondel, blanca como cualquier otra, y dos ajos. Mientras puse a fuego lento la combinación de todo esto mas un calabacín picado en finas esquinas, cada una independiente, en una buena cantidad de aceite de oliva sin olvidar la sal y la pimienta, y luego de haberlo dejado una buena veintena de minutos allí cocerse y soltar y dar sabor, decidí que era momento de poner los tomates picados en cuadrantes no del todo perfectos. Para esto, saqué un limpión, y sostenidos en la misma mano comencé a lavarlos. Mientras caía el agua de la llave imaginé los centenares de miles de hogares que exactamente en ese momento estaban haciendo eso: lavando un tomate. Aún así, pensé: “No creo que el agua se acabe, nunca.”
Sentí de inmediato, entonces, que hervía. Dejé caer los espaguetis hechos un redondel justamente en el centro de la olla, y los solté para ver ese curioso abanico que siempre he detectado como un meritorio efecto estético. Recordé un consejo italiano que había leído en un libro de pastas en casa de un amigo madrileño, que él bien sabe utilizar porque jamás he sido un ciego comensal. Consistía en ir presionándolos hasta que fueran cediendo en su rigor y sumergiéndose hasta quedar cubiertos en toda su altura. Utilicé para esto una cuchara de palo, creyendo que no hacía falta usar las manos. En un brusco movimiento, por buen descuidado, salpiqué dos gordas gotas de agua hirviendo en mi brazo derecho. Alcancé a sentir ese diferido entre la visión y el dolor, en la medida en que nos preparamos para un posible estertor. Abrí la llave de agua fría en abundancia, y calmé medianamente el dolor.
¿Se debe acaso, por una cuestión ineludible aunque irónica, que la sucesión de quemaduras, no experimentadas por mí hace más de un año, y mi comentario respecto a la imposibilidad de agotamiento del agua, hayan mantenido una íntima correspondencia? Lo desconozco.
Horas más tarde recibo un mensaje de una amiga: está en urgencias en el hospital, cocinando una sopa se ha quemado en la pierna con agua derecha. “No es nada grave”, me ha escrito, “pero sí un poco feo”.

Esta sucesión de eventos que acontecieron la noche de hoy forman parte de un escenario casi perfecto. Por un lado, la apasionante biografía de Breton que estoy leyendo de Polizotti; la hormigueante lectura que realicé la semana pasada de Nadja; el libro de Dumas que me dispongo a leer sobre Desnos y la frase que siempre recuerdo de Aragon, precisamente en el momento en que el silencio mortuorio que llevo en cuanto a escritura se refiere desde, sin encontrar aún una explicación que me satisfaga, la muerte de mi abuelo, me ha venido acechando de manera excluyente. He guardado un silencio bastante parecido a la estupidez, como alguna vez leí de epígrafe en un libro de bachillerato. Y todo esto del agua, que además de ser vida, ícono manantial de la tradición mística y elemento absolutamente cotidiano, es absolutamente inefable.
Para escribir esto he escuchado el concierto para piano “Emperador” de Beethoven y su primer movimiento de la sexta sinfonía; por último, “Como el agua” de Camarón de la Isla. Una ola.

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