Cruzando vacío el vacío
Al despertar, te sientes personaje de otra historia: tu existencia es una línea transversal en un plano ya vivido.
Tosco, escribe mejor. Está oscuro, algunos ya duermen, otros intentan dormir. Pediste pollo con champiñones de cena, y no te atreviste a pedir vino rojo porque sabes lo que te hace el vino cuando estás sentado mucho tiempo—además, te diste cuenta de que era vino californiano. Tienes a tu alcance el único libro que pudiste tomar antes de salir, presuroso, con lágrimas entre los ojos: pero eso forma parte del pasado, y eso que estás en un plano sin futuro, solo tienes el presente transversal. Recuerdas lo que fue tu salida; recuerdas los ojos rojos, recuerdas a los demás mirándote mientras te despedías de tus padres. No olvides que el primer capítulo fue el intento por escribir algo decente, y aún no has triunfado en el intento. No estás en Bogotá, no estás en Barcelona: te palpas en un espacio perdido, levitas sobre realidades ajenas: vives en ese punto de la inmensidad donde se cobra vida. Más allá de las paredes no hay sino vacío: detrás de las ventanas estás tú. Sin darte cuenta, ya estás empezando a vaciarte de toda imagen extraña, serás tan vacío como cuando todavía no eras: estás vaciándote para poder ser. Pero esto aún no lo sabes: aún estás lejos, precisamente porque no estás en parte alguna. Sabes de sobra que no puedes ser ni estar a novecientos kilómetros por hora.
Te molestan los ojos, sabes que no debiste haberte dormido con los lentes de contacto puestos. Ves a través de un plástico grueso, y has dejado las lágrimas naturales junto con el estuche de lentes dentro del equipaje de mano. Como los gatos que aún desconocen el espacio donde se encuentran, no te atreves a mover por peligro a despertar a la pareja de holandeses que duerme a tu lado. Caes en cuenta de que habría sido más sencillo pedir la silla del pasillo, pero siempre has preferido la ventana porque sientes que te da un espacio de privacidad: pretendes que la pared te otorga espacio. Miras tu reloj luego de frotarte los ojos, intentado que los lentes giren sobre tu pupila vacía, pero caes en cuenta de que por comodidad te lo habías quitado y también, junto con las demás cosas, está dentro del equipaje de mano. Al imaginarlo, no entiendes muy bien que todo fue empacado en tu casa que ya no es tuya porque la has dejado, y tampoco la tienes en la ciudad a donde te diriges porque aún no has llegado.
Te sientes libre de espacio y tiempo: no te sientes en plano alguno. Sientes tu vida en medio de la negación. Pero aún no sabes que la negación también es un juicio, también es: aún no comprendes cómo ser estando ausente. Es pensando en esto que te das cuenta de que no has hablado ni te has movido en las últimas cuatro horas: te sientes aferrado al asiento, tienes las piernas encalambradas hasta el punto de no sentirlas: te sientes parapléjico. Sabes que al frotarte los ojos sólo dispones de cinco segundos para poder ver: miras la pantalla y te percatas de las tres realidades que estás viviendo simultáneamente: en Bogotá son las diez de la noche, en tierra es la una de la madrugada, y en Madrid son las cinco de la madrugada. Pero dentro del Boeing en el cual viajas no encuentras hora que te permita vivir. Nunca has podido vivir un momento sin saber qué hora es: estar perdido en el tiempo no te deja ser, precisamente porque no ves.
Al despertarte, con los ojos cerrados, nada veías. Ahora giras la cabeza y, con los ojos abiertos, nada ves. No ves estrellas; no ves nubes; no ves luces en tierra. Te preguntas hasta dónde puedes estar viendo a través de la ventana, a través de la oscuridad, pero nada ves. Te concentras en la nada que no es oscura y no está libre de luz, porque nada ves. No sabes si tienes los ojos abiertos o cerrados, porque nada ves. Te preguntas si estás viendo a Dios, pero lejos estás de creerlo. Sin saberlo, sin siquiera oírlas, llegan a tus oídos sordos las palabras: “El amor es un acto de pobreza pasional.” Aún si las escucharas, lejos estarías de comprenderlas; quizás las estás escuchando, pero nada escuchas porque nada logras comprender: parecido a oír una palabra que desconoces, al ni siquiera reconocerla en la inmensidad del lenguaje. Te sientes fuera del tiempo, y entonces reflexionas: si estás fuera del tiempo no vives. Te sientes como el personaje que llega a su casa y se da cuenta de que hay muchos visitantes; nadie lo ve caminar; nadie lo ve llegar. Ve un ataúd a lo lejos. Teme lo peor. Cuando se acerca y logra verlo, cae en cuenta de que es el suyo. Te imaginas que lo que asusta al personaje es verse muerto. Pero estás equivocado: lo que lo asusta, de la misma manera que a ti, es no saber en qué momento dejó de vivir.
Aprovechas que la pareja de holandeses ha ido al baño. Te levantas y caminas suavemente al frente de las dos sillas que te separan del pasillo. Al llegar, lo primero que haces es ponerte en cuclillas: no temes que te vean en una ridícula posición, porque tienes la impresión, como los niños pequeños cuando están en apuros, de que si cierras los ojos te vuelves invisible. Palpando el portaequipajes logras abrirlo y sacar tu maleta de mano. El segundo bolsillo de cremallera corta. Sientes los objetos dentro: las llaves de la casa que ya no es tuya, unas mentas, y tus anteojos. Con una mano sujetas el estuche de los anteojos y con la otra intentas volver a guardar la maleta. Te ves en apuros; la maleta cae al piso y cuando habías intentando detener su caída libre dejaste caer el estuche con las gafas. Sabes que la maleta está a tus pies porque sientes el bulto. No sabes dónde han caído tus anteojos. Decides agacharte y estirar el brazo alrededor. Temes que los holandeses lleguen en cualquier momento. Temes despertar a los tres belgas que duermen en la fila de adelante. Cierras los ojos, respiras suavemente, e intentas de nuevo: nada. Te levantas con la maleta en la mano y la guardas en el compartimiento. Acaba de empezar la segunda película del vuelo y sientes que no dejas ver a los pasajeros de las filas posteriores. Te vuelves a agachar, y no hace falta que simules buscar algo, porque es precisamente lo que estás haciendo. Sientes la mirada de la señora de edad que está al lado tuyo. Sus nervios son contagiosos; decides voltear tu cara y enfrentar la mirada, para que así ella, al ver el brillo en tus ojos, se de cuenta de que no representas peligro alguno, así parezcas estar hurgando entre sus cosas. Pero cuando levantas la mirada no logras mirarla a los ojos porque no puedes distinguir nada en el espacio que crees es la cara. Por un instante, estás seguro de que lo mejor es volver a tu silla y ponerte de nuevo los lentes de contacto. Pero los ojos te siguen ardiendo, y sabes que no podrías aguantar mucho tiempo más. Te vuelves a agachar, esta vez implorando más suerte. Piensas en Dios, piensas en tus padres; piensas en ella. Ahora estiras el brazo izquierdo, y sientes un objeto debajo de la silla de la señora. Estás seguro. Aguantas la respiración mientras te acercas, y es con un movimiento rápido que logras atraparlo, asegurándote que nada tuvo que ver el haber pensado en Dios. Por un instante, te sientes a salvo.
Te sientas de nuevo al lado de la ventana. Cierras los ojos detrás de los anteojos. Sin saber por qué, tu mente se devuelve a lo largo del atlántico, y posas tu mirada en el interior de un bus público. Recorres la carrera séptima, sientes el calor bogotano con la misma sensación de repulsión porque nunca has podido acostumbrarte a un Bogotá caluroso. Las ventanas están cerradas y el bus se llena lentamente. Una joven secretaria duerme al lado tuyo. Desde tu ventana puedes ver los cerros orientales, esa larga e inaudita falda verde que se desprende por debajo de la ciudad. Piensas, pero esto es efímero, en lo que todos han pensado: por qué no se fundó la ciudad más cerca del río. Habría sido más pictórico, y además la ciudad sería más plana. Pero ya no estás pensando en esto: tienes tu mirada interior clavada en la casa derruida de la séptima con cincuenta y cuatro. Y no te cuesta mucho comprender por qué estás mirando precisamente esa casa: el miedo que sientes ante los espacios vacíos. Lo que te asustó de The Lightning aquella vez que la viste sin permiso de tus padres no fue Torrance persiguiendo a su hijo: fue el hotel y sus alrededores solitarios. No te aterró lo que veías, sino aquello que dejabas de ver. Lo mismo sucedió la vez que, cerca de tu finca, decidiste ir con un par de amigos a abrir la casa abandonada en medio de los cañaverales. A la izquierda, envuelta en un guadual, se desprendía una quebrada en la que, habías oído decir, se había escuchado a la Llorona: esa figura femenina, con pelo largo y negro como el carbón, condenada por Dios a deambular por los riachuelos cuando se crecía la borrasca. Sabías que no le temías a la Llorona: le temías al escenario solitario en el cual siempre se escuchaba. Pero cuando llegaste a la casa no la oíste, y lo que más te asustó fue precisamente no haber oído nada. Tu primo se dio cuenta de que al frente de cada puerta había pintadas cruces con carbón, menos en una, cuya puerta gozaba de una gran cruz roja. Estaba cerrada con la ayuda de unos cables que rápidamente lograraste desenredar. Si contaras el cuento ahora, lo recordarías así: en el momento de abrirla, una bandada de pájaros negros voló sobre un mamoncillo cuaternario. Pero nada encontraste adentro. Y te asombró la idea de encerrar nada en un cuarto. Es quizás eso lo que te asombra de la casa de la cincuenta y cuatro: una fachada que no sirve de nada porque todo lo que hay dentro ha sido demolido por el tiempo. En tu visión, no entras; no caminas; no ves nada.
Abres los ojos. No sabes si has estado soñando, o si la sucesión de imágenes ha sido conducida por tu mente febril. La pareja de holandeses no ha vuelto, y decides volver a atravesar las dos sillas que te separan del pasillo, y caminas en lo que te gustaría pensar que es hacia el sur, hasta que vuelve la idea de que en un avión no existe el tiempo así como no existen los puntos cardinales. Dejas la fila número 21 lentamente, y sientes cómo los ojos de los pocos que están despiertos te miran. No sabes qué cara poner. No tienes ganas de ir al baño, pero tenías que haber salido de tu silla. Pasas al lado del espacio rectangular de las azafatas, y alcanzas a ver con la esquina del ojo a la pareja de holandeses tomando jugo de naranja. Decides entrar al baño.
Tosco, escribe mejor. Está oscuro, algunos ya duermen, otros intentan dormir. Pediste pollo con champiñones de cena, y no te atreviste a pedir vino rojo porque sabes lo que te hace el vino cuando estás sentado mucho tiempo—además, te diste cuenta de que era vino californiano. Tienes a tu alcance el único libro que pudiste tomar antes de salir, presuroso, con lágrimas entre los ojos: pero eso forma parte del pasado, y eso que estás en un plano sin futuro, solo tienes el presente transversal. Recuerdas lo que fue tu salida; recuerdas los ojos rojos, recuerdas a los demás mirándote mientras te despedías de tus padres. No olvides que el primer capítulo fue el intento por escribir algo decente, y aún no has triunfado en el intento. No estás en Bogotá, no estás en Barcelona: te palpas en un espacio perdido, levitas sobre realidades ajenas: vives en ese punto de la inmensidad donde se cobra vida. Más allá de las paredes no hay sino vacío: detrás de las ventanas estás tú. Sin darte cuenta, ya estás empezando a vaciarte de toda imagen extraña, serás tan vacío como cuando todavía no eras: estás vaciándote para poder ser. Pero esto aún no lo sabes: aún estás lejos, precisamente porque no estás en parte alguna. Sabes de sobra que no puedes ser ni estar a novecientos kilómetros por hora.
Te molestan los ojos, sabes que no debiste haberte dormido con los lentes de contacto puestos. Ves a través de un plástico grueso, y has dejado las lágrimas naturales junto con el estuche de lentes dentro del equipaje de mano. Como los gatos que aún desconocen el espacio donde se encuentran, no te atreves a mover por peligro a despertar a la pareja de holandeses que duerme a tu lado. Caes en cuenta de que habría sido más sencillo pedir la silla del pasillo, pero siempre has preferido la ventana porque sientes que te da un espacio de privacidad: pretendes que la pared te otorga espacio. Miras tu reloj luego de frotarte los ojos, intentado que los lentes giren sobre tu pupila vacía, pero caes en cuenta de que por comodidad te lo habías quitado y también, junto con las demás cosas, está dentro del equipaje de mano. Al imaginarlo, no entiendes muy bien que todo fue empacado en tu casa que ya no es tuya porque la has dejado, y tampoco la tienes en la ciudad a donde te diriges porque aún no has llegado.
Te sientes libre de espacio y tiempo: no te sientes en plano alguno. Sientes tu vida en medio de la negación. Pero aún no sabes que la negación también es un juicio, también es: aún no comprendes cómo ser estando ausente. Es pensando en esto que te das cuenta de que no has hablado ni te has movido en las últimas cuatro horas: te sientes aferrado al asiento, tienes las piernas encalambradas hasta el punto de no sentirlas: te sientes parapléjico. Sabes que al frotarte los ojos sólo dispones de cinco segundos para poder ver: miras la pantalla y te percatas de las tres realidades que estás viviendo simultáneamente: en Bogotá son las diez de la noche, en tierra es la una de la madrugada, y en Madrid son las cinco de la madrugada. Pero dentro del Boeing en el cual viajas no encuentras hora que te permita vivir. Nunca has podido vivir un momento sin saber qué hora es: estar perdido en el tiempo no te deja ser, precisamente porque no ves.
Al despertarte, con los ojos cerrados, nada veías. Ahora giras la cabeza y, con los ojos abiertos, nada ves. No ves estrellas; no ves nubes; no ves luces en tierra. Te preguntas hasta dónde puedes estar viendo a través de la ventana, a través de la oscuridad, pero nada ves. Te concentras en la nada que no es oscura y no está libre de luz, porque nada ves. No sabes si tienes los ojos abiertos o cerrados, porque nada ves. Te preguntas si estás viendo a Dios, pero lejos estás de creerlo. Sin saberlo, sin siquiera oírlas, llegan a tus oídos sordos las palabras: “El amor es un acto de pobreza pasional.” Aún si las escucharas, lejos estarías de comprenderlas; quizás las estás escuchando, pero nada escuchas porque nada logras comprender: parecido a oír una palabra que desconoces, al ni siquiera reconocerla en la inmensidad del lenguaje. Te sientes fuera del tiempo, y entonces reflexionas: si estás fuera del tiempo no vives. Te sientes como el personaje que llega a su casa y se da cuenta de que hay muchos visitantes; nadie lo ve caminar; nadie lo ve llegar. Ve un ataúd a lo lejos. Teme lo peor. Cuando se acerca y logra verlo, cae en cuenta de que es el suyo. Te imaginas que lo que asusta al personaje es verse muerto. Pero estás equivocado: lo que lo asusta, de la misma manera que a ti, es no saber en qué momento dejó de vivir.
Aprovechas que la pareja de holandeses ha ido al baño. Te levantas y caminas suavemente al frente de las dos sillas que te separan del pasillo. Al llegar, lo primero que haces es ponerte en cuclillas: no temes que te vean en una ridícula posición, porque tienes la impresión, como los niños pequeños cuando están en apuros, de que si cierras los ojos te vuelves invisible. Palpando el portaequipajes logras abrirlo y sacar tu maleta de mano. El segundo bolsillo de cremallera corta. Sientes los objetos dentro: las llaves de la casa que ya no es tuya, unas mentas, y tus anteojos. Con una mano sujetas el estuche de los anteojos y con la otra intentas volver a guardar la maleta. Te ves en apuros; la maleta cae al piso y cuando habías intentando detener su caída libre dejaste caer el estuche con las gafas. Sabes que la maleta está a tus pies porque sientes el bulto. No sabes dónde han caído tus anteojos. Decides agacharte y estirar el brazo alrededor. Temes que los holandeses lleguen en cualquier momento. Temes despertar a los tres belgas que duermen en la fila de adelante. Cierras los ojos, respiras suavemente, e intentas de nuevo: nada. Te levantas con la maleta en la mano y la guardas en el compartimiento. Acaba de empezar la segunda película del vuelo y sientes que no dejas ver a los pasajeros de las filas posteriores. Te vuelves a agachar, y no hace falta que simules buscar algo, porque es precisamente lo que estás haciendo. Sientes la mirada de la señora de edad que está al lado tuyo. Sus nervios son contagiosos; decides voltear tu cara y enfrentar la mirada, para que así ella, al ver el brillo en tus ojos, se de cuenta de que no representas peligro alguno, así parezcas estar hurgando entre sus cosas. Pero cuando levantas la mirada no logras mirarla a los ojos porque no puedes distinguir nada en el espacio que crees es la cara. Por un instante, estás seguro de que lo mejor es volver a tu silla y ponerte de nuevo los lentes de contacto. Pero los ojos te siguen ardiendo, y sabes que no podrías aguantar mucho tiempo más. Te vuelves a agachar, esta vez implorando más suerte. Piensas en Dios, piensas en tus padres; piensas en ella. Ahora estiras el brazo izquierdo, y sientes un objeto debajo de la silla de la señora. Estás seguro. Aguantas la respiración mientras te acercas, y es con un movimiento rápido que logras atraparlo, asegurándote que nada tuvo que ver el haber pensado en Dios. Por un instante, te sientes a salvo.
Te sientas de nuevo al lado de la ventana. Cierras los ojos detrás de los anteojos. Sin saber por qué, tu mente se devuelve a lo largo del atlántico, y posas tu mirada en el interior de un bus público. Recorres la carrera séptima, sientes el calor bogotano con la misma sensación de repulsión porque nunca has podido acostumbrarte a un Bogotá caluroso. Las ventanas están cerradas y el bus se llena lentamente. Una joven secretaria duerme al lado tuyo. Desde tu ventana puedes ver los cerros orientales, esa larga e inaudita falda verde que se desprende por debajo de la ciudad. Piensas, pero esto es efímero, en lo que todos han pensado: por qué no se fundó la ciudad más cerca del río. Habría sido más pictórico, y además la ciudad sería más plana. Pero ya no estás pensando en esto: tienes tu mirada interior clavada en la casa derruida de la séptima con cincuenta y cuatro. Y no te cuesta mucho comprender por qué estás mirando precisamente esa casa: el miedo que sientes ante los espacios vacíos. Lo que te asustó de The Lightning aquella vez que la viste sin permiso de tus padres no fue Torrance persiguiendo a su hijo: fue el hotel y sus alrededores solitarios. No te aterró lo que veías, sino aquello que dejabas de ver. Lo mismo sucedió la vez que, cerca de tu finca, decidiste ir con un par de amigos a abrir la casa abandonada en medio de los cañaverales. A la izquierda, envuelta en un guadual, se desprendía una quebrada en la que, habías oído decir, se había escuchado a la Llorona: esa figura femenina, con pelo largo y negro como el carbón, condenada por Dios a deambular por los riachuelos cuando se crecía la borrasca. Sabías que no le temías a la Llorona: le temías al escenario solitario en el cual siempre se escuchaba. Pero cuando llegaste a la casa no la oíste, y lo que más te asustó fue precisamente no haber oído nada. Tu primo se dio cuenta de que al frente de cada puerta había pintadas cruces con carbón, menos en una, cuya puerta gozaba de una gran cruz roja. Estaba cerrada con la ayuda de unos cables que rápidamente lograraste desenredar. Si contaras el cuento ahora, lo recordarías así: en el momento de abrirla, una bandada de pájaros negros voló sobre un mamoncillo cuaternario. Pero nada encontraste adentro. Y te asombró la idea de encerrar nada en un cuarto. Es quizás eso lo que te asombra de la casa de la cincuenta y cuatro: una fachada que no sirve de nada porque todo lo que hay dentro ha sido demolido por el tiempo. En tu visión, no entras; no caminas; no ves nada.
Abres los ojos. No sabes si has estado soñando, o si la sucesión de imágenes ha sido conducida por tu mente febril. La pareja de holandeses no ha vuelto, y decides volver a atravesar las dos sillas que te separan del pasillo, y caminas en lo que te gustaría pensar que es hacia el sur, hasta que vuelve la idea de que en un avión no existe el tiempo así como no existen los puntos cardinales. Dejas la fila número 21 lentamente, y sientes cómo los ojos de los pocos que están despiertos te miran. No sabes qué cara poner. No tienes ganas de ir al baño, pero tenías que haber salido de tu silla. Pasas al lado del espacio rectangular de las azafatas, y alcanzas a ver con la esquina del ojo a la pareja de holandeses tomando jugo de naranja. Decides entrar al baño.
Comentarios