Para escribir, necesito sustraerme del tiempo. Del tiempo doble que me acecha cada vez que intento escribir, desde el punto mismo en que siento esa chispa que me permite reconocer esa “luz especial, la luz de la imagen” (Breton). Mentiría al decir que pasan días sin reconocer esa luz, de caer en cuenta de que “la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes” (Breton), de reconocer esos dos elementos que conforman la imagen que trabaja sobre sí misma, sobre mi imaginación y sobre mi vuelo imaginal hasta postrarse como el grafito aún sin punta que se esconde dentro del lápiz recién comprado. Hasta entonces no existe el tiempo: viajo mucho en bici, siempre monto en bus o en metro, no siempre concilio el sueño de inmediato, así que muchas veces tengo todo el tiempo del mundo para sacar la punta que me permitirá ver esa luz. El tiempo acude a mí cuando, sentado frente al computador (ya he olvidado esa costumbre de escribir un texto completo a mano, de crear a mano), pienso en todo aquello que no estoy haciendo en ese momento. Me despierto desde antes de que ver la luz solar en este invierno que ya termina; luego edito y preparo textos para otro blog que me conoce con otro nombre y con carácter interrogativo; después transcribo diez o doce páginas de un manuscrito que no me pertenece, pero que de tanto trabajo ya siento que alguna parte suya es mía; después me dedico a lecturas de la editorial, sean cortas o largas, y le doy el punto final cuando termino de escribir la reseña. Para entonces ya ha llegado la hora del almuerzo, y casi siempre lo hago de manera rápida, quiero estar en la universidad antes de las dos de la tarde. Luego retomo lecturas de la tesis, reinicio esa promenade que estoy analizando, le doy forma sustancial y, cuando puedo, original a esa ciudad imaginada y retratada ya muchas veces, incluso por mí mismo, hasta la inconsciencia. Fumo, a veces poco y a veces mucho, y siempre implica salir del despacho, caminar por los amplios corredores abiertos de ésta segunda planta, y cuando regreso justo estaba a punto de voltear por la rue Vivienne, y ya oscurece, y ya llega la hora del último párrafo, dejar el escritorio organizado, y es a casi dos cuartos de diez que entro a mi casa, exhausto, a descansar. El otro tiempo que me atormenta, quizás como el virus que ya conoce los mecanismos del antibiótico, es aquél que siento una vez me dispongo a escribir. Jamás me consideraría una persona afanada, con prisas, porque la prisa es la enemiga del placer. Pero cuando se trata de la escritura, me gusta que sea como la extracción del esparadrapo que cubre una herida seca: de un tirón, un solo movimiento seco y obstinado. Entonces quiero ver el resultado final. Quiero ver cómo se lee en su totalidad, intentando extraerse de ese otro tiempo académico y laboral: quiero ver cuánto ha cambiado la escritura, si lleva otro rostro o si augura mayores aventuras.
Breton tiene su mecanismo, que he intentado seguir algunas veces. Pero siempre la misma conclusión: al escribir, dejo de lado alguna actividad que coexiste en ese tiempo real. El tiempo que me acecha y que a veces puedo burlar, como lo estoy haciendo precisamente ahora. Sería una tontería convencerme que todo esto es una disculpa vana y sosa de mi silencio en este blog, o de mi silencio en general. Pero cuánto añoro ese tiempo que me pertenecía, y que podía moldear como un joven e ingenuo orfebre matutino.
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