A la memoria de Simón Restrepo, por Lady Macbeth
Como si no bastara con decirlo, anunciarlo, desafiarlo, algunas veces incluso llegó a hacerlo. Me tomó de sorpresa y se abalanzó sobre mí con el ímpetu del adolescente sin prejuicios y me plantó un beso en la mejilla con todas las ganas de querer decir no solamente cuánto te quiero sino también, y especialmente, cuánto te vulnero. Y, como si me conociera de siempre, claro que me vulneraba.
El primer día en el colegio, de regreso a mi casa, cargaba apenas con un par de certezas. La primera era que tal vez ese no era mi lugar, la segunda era que tal vez sí porque allí había descubierto a alguien llamado Simón. Va a ser mi alumno estrella, repetí ese día; usted no es mi alumno estrella sino mi alumno estrellado, le diría varias veces tiempo después. Y él se reiría a carcajadas y me diría entre líneas que no tenía ningún interés en ser el mejor y que la mediocridad para él no era el demonio que todos habían querido hacerle creer.
Con qué dulzura me habría de recibir cada día, con qué sonrisa burlesca y socarrona me habría de saludar al otro día de mi estrellón ridículo contra la puerta de vidrio. Se asomó al balcón y me gritó a las siete de la mañana que qué tal sabía la puerta. Yo sabía que de él no podía esperar menos que una burla que duraría varios días. Ni siquiera me sorprendió que asegurara que la puerta no era de vidrio sino de madera. Con qué ganas se reiría de mí.
Salimos del colegio rumbo a su casa en las Torres del Parque. Recuerdo que al bajarme del bus ya no estaba allí y un minuto después ya saltaba a mi lado para ofrecerse a llevar mi maleta. Me invitó a tomar onces a la mejor panadería de las Torres y allí comprobé las bondades del croissant hecho en casa y del cigarrillo a media tarde con ese jovencito de diecisiete años que haría lo posible por alegrar mi vida de académica recién estrenada.
Tomamos un taxi y nos fuimos hablando no sé de qué cosas pero seguro eran nada porque generalmente hablábamos de nada y eso nos hacía sentir bien. Nos bajamos a la altura de la doce con Caracas y tuvimos que caminar hacia el oriente porque esa parte del centro estaba en obra. Anduvimos todo San Victorino, comentando cada local, cada rostro del hambre, cada huella invisible que juntos íbamos dejando en ese camino que jamás volveríamos a recorrer. Por supuesto, nos perdimos. Por la carrera décima de un salto Simón impidió que un hombre robara algo de mi maleta, y en adelante no hizo más que elogiar su capacidad de defenderme.
Finalmente llegamos al lugar que debía haber servido de fuente de recursos para su investigación: El Patrimonio Fílmico Nacional. Un edificio echado al olvido, sin placas ni fechas conmemorativas; un lugar típico de ésta, nuestra ciudad del escorpión. ¿Habrá leído el libro? Lo dudo, porque desde que se lo presté me anunció que su racha de lectura había terminado. No se perdería de mucho.
Recuerdo que no supo cómo detener el ascensor y con una risa alborozada me dejó plantada frente a la puerta aterrorizada por tener que subir sola en uno de esos aparatos antediluvianos propios de los edificios viejos de Bogotá. Al llegar a la oficina del Patrimonio, Simón no estaba allí. Faltaban dos minutos para la cinco de la tarde y cerraban a las cinco en punto. Típico en mí, pensé. Al rato apareció sonriendo porque había tenido el impulso caballeresco de bajar a rescatarme y cuando le dije que habíamos llegado tarde le importó realmente poco. Otro día venimos, dijo, pero nunca volvimos.
Fuimos a su casa y me quedé perpleja con la vista desde su cuarto que daba justo encima de la Plaza de Toros. Nos reímos un rato de una parejita de enamorados que se tomaba fotos en la arena y Simón me contaba de los niños que iban a jugar allí cuando la Plaza se inundaba y parecía una enorme piscina turbia y desagradable. Me ofreció un jugo de mora y apareció al rato con un vaso lleno de hielos apenas pintados de rojo, había muy poco, me dijo, y traté de disimularlo con el hielo pero no dio resultado. Total, tratar de tomar ese poco de jugo fue una diversión para él porque con cada intento se me venían los hielos encima y me salpicaban toda la cara. Fumamos el último cigarrillo, pedí un taxi y me fui. En la calle imaginé lo que pudo haber sido conocer a Simón después, cuando no hubiera moralismos de por medio y yo pudiera decirle que era un hermoso hombre y quizás algún día aceptaría que se me abalanzara encima a ponerme otro beso y tal vez para ese momento yo habría hecho lo mismo.
Tenía apenas diecisiete años y unas ganas de vivirlo todo que a cualquiera podía hacerle doler el corazón de envidia, de felicidad, de emoción. Ese día en el centro fue realmente el único día que nos permitimos juntos y fue el único día en que fuimos distantes; porque la realidad de todos los días nos alimentaba el juego de una seducción pueril, pero ante la posibilidad de perder ese juego los dos, con dignidad, dimos la retirada.
Nos unía un vínculo secreto hecho de libros compartidos, de vicios adolescentes, de películas por hacer. Trascendió su lugar de muchachito de colegio, de basketbolista empedernido, de pequeño seductor hijo del centro de la ciudad, de encantador literario. Vulneró mis miedos de joven adulta, de maestra de cien edades, de literata enamorada de su autodestructiva vitalidad. Como si me conociera realmente, Simón vulneró algunas de mis convicciones y entre ellas la de pensar que la vida es para siempre.
Junio 27 de 2003
El primer día en el colegio, de regreso a mi casa, cargaba apenas con un par de certezas. La primera era que tal vez ese no era mi lugar, la segunda era que tal vez sí porque allí había descubierto a alguien llamado Simón. Va a ser mi alumno estrella, repetí ese día; usted no es mi alumno estrella sino mi alumno estrellado, le diría varias veces tiempo después. Y él se reiría a carcajadas y me diría entre líneas que no tenía ningún interés en ser el mejor y que la mediocridad para él no era el demonio que todos habían querido hacerle creer.
Con qué dulzura me habría de recibir cada día, con qué sonrisa burlesca y socarrona me habría de saludar al otro día de mi estrellón ridículo contra la puerta de vidrio. Se asomó al balcón y me gritó a las siete de la mañana que qué tal sabía la puerta. Yo sabía que de él no podía esperar menos que una burla que duraría varios días. Ni siquiera me sorprendió que asegurara que la puerta no era de vidrio sino de madera. Con qué ganas se reiría de mí.
Salimos del colegio rumbo a su casa en las Torres del Parque. Recuerdo que al bajarme del bus ya no estaba allí y un minuto después ya saltaba a mi lado para ofrecerse a llevar mi maleta. Me invitó a tomar onces a la mejor panadería de las Torres y allí comprobé las bondades del croissant hecho en casa y del cigarrillo a media tarde con ese jovencito de diecisiete años que haría lo posible por alegrar mi vida de académica recién estrenada.
Tomamos un taxi y nos fuimos hablando no sé de qué cosas pero seguro eran nada porque generalmente hablábamos de nada y eso nos hacía sentir bien. Nos bajamos a la altura de la doce con Caracas y tuvimos que caminar hacia el oriente porque esa parte del centro estaba en obra. Anduvimos todo San Victorino, comentando cada local, cada rostro del hambre, cada huella invisible que juntos íbamos dejando en ese camino que jamás volveríamos a recorrer. Por supuesto, nos perdimos. Por la carrera décima de un salto Simón impidió que un hombre robara algo de mi maleta, y en adelante no hizo más que elogiar su capacidad de defenderme.
Finalmente llegamos al lugar que debía haber servido de fuente de recursos para su investigación: El Patrimonio Fílmico Nacional. Un edificio echado al olvido, sin placas ni fechas conmemorativas; un lugar típico de ésta, nuestra ciudad del escorpión. ¿Habrá leído el libro? Lo dudo, porque desde que se lo presté me anunció que su racha de lectura había terminado. No se perdería de mucho.
Recuerdo que no supo cómo detener el ascensor y con una risa alborozada me dejó plantada frente a la puerta aterrorizada por tener que subir sola en uno de esos aparatos antediluvianos propios de los edificios viejos de Bogotá. Al llegar a la oficina del Patrimonio, Simón no estaba allí. Faltaban dos minutos para la cinco de la tarde y cerraban a las cinco en punto. Típico en mí, pensé. Al rato apareció sonriendo porque había tenido el impulso caballeresco de bajar a rescatarme y cuando le dije que habíamos llegado tarde le importó realmente poco. Otro día venimos, dijo, pero nunca volvimos.
Fuimos a su casa y me quedé perpleja con la vista desde su cuarto que daba justo encima de la Plaza de Toros. Nos reímos un rato de una parejita de enamorados que se tomaba fotos en la arena y Simón me contaba de los niños que iban a jugar allí cuando la Plaza se inundaba y parecía una enorme piscina turbia y desagradable. Me ofreció un jugo de mora y apareció al rato con un vaso lleno de hielos apenas pintados de rojo, había muy poco, me dijo, y traté de disimularlo con el hielo pero no dio resultado. Total, tratar de tomar ese poco de jugo fue una diversión para él porque con cada intento se me venían los hielos encima y me salpicaban toda la cara. Fumamos el último cigarrillo, pedí un taxi y me fui. En la calle imaginé lo que pudo haber sido conocer a Simón después, cuando no hubiera moralismos de por medio y yo pudiera decirle que era un hermoso hombre y quizás algún día aceptaría que se me abalanzara encima a ponerme otro beso y tal vez para ese momento yo habría hecho lo mismo.
Tenía apenas diecisiete años y unas ganas de vivirlo todo que a cualquiera podía hacerle doler el corazón de envidia, de felicidad, de emoción. Ese día en el centro fue realmente el único día que nos permitimos juntos y fue el único día en que fuimos distantes; porque la realidad de todos los días nos alimentaba el juego de una seducción pueril, pero ante la posibilidad de perder ese juego los dos, con dignidad, dimos la retirada.
Nos unía un vínculo secreto hecho de libros compartidos, de vicios adolescentes, de películas por hacer. Trascendió su lugar de muchachito de colegio, de basketbolista empedernido, de pequeño seductor hijo del centro de la ciudad, de encantador literario. Vulneró mis miedos de joven adulta, de maestra de cien edades, de literata enamorada de su autodestructiva vitalidad. Como si me conociera realmente, Simón vulneró algunas de mis convicciones y entre ellas la de pensar que la vida es para siempre.
Junio 27 de 2003
Comentarios
Abrazos.