Olvidándome de la academia II: un cuento de 1996

En 1995 gané un concurso de cuento de un colegio de Bogotá. Al año siguiente, volví a participar, pero esta vez con menos suerte. Sin embargo, repasando estos textos, por alguna razón me siento más afín con éste: quizás porque menciono elementos que, tiempo después-léase: en presencia de la academia- retomé de una u otra manera.
Leyendo el cuento ahora, me entiendo de una manera: es prácticamente una reescritura de "La continuidad de los parques" de Cortázar. Ahora bien: eso lo entiendo ahora, pero en su momento nunca fue mi intención escribir algo así. Esto implica necesariamente que tenía sus postulados de manera inconsciente. Seguramente los sigo teniendo, pero quizás ahora los muestro de manera consciente.
El cuento se titula "La realización de las letras", y fue escrito en septiembre de 1996. Hace once años. Dios, cómo pasa el tiempo a pesar de las letras.
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La Realización de las Letras

El café me sabe bien. La florecilla azul que brota de la vasija me llama, me pide que la acompañe en el dispendioso periodo de la existencia floral. Pero no. En este instante soy escritura, soy lectura. Salen del libro manijas metálicas, algo metafísicas, brillantes y relampagueantes que atan, los pies, las manos, el inconsciente, me vuelven esclavo de la lectura, siervo, esclavo del Adjetivo, me dejo comer por él, me dejo vivir por él. Me pregunto si todo esto no es más que literatura, lo utópico, el marxismo, el Ying y el Yang, la mano que hace girar la rueda. Quizás todos tenemos momentos verídicos, momentos en los que las verdades brotan de las venas como luces, salen como si fuera una transgresión total de los límites. Quizás debemos incorporarnos al viento, a las ráfagas nocturnas, y ser viento por un minuto, por una noche, volar sin detenernos, hacer del verso un uni-verso, la poesía como forma de asesinato, la poesía como forma de droga, ser voyants como decía Rimbaud, y viajar como Ulises por parajes desconocidos en espera de lo misterioso, de lo protagónico. Yo acá, en este café con olor a verdura, aquí leo, me dejo leer, y soy uno solo, violo toda ley, leo a Whitman, leo a Yeats, estoy solo, oigo melodías lejanas, las oigo acercarse cada vez más y más, las oigo, las percibo, pero hay una, melodía especial, emitida por algún parlante café rasgado por los años, encuentra tímpanos, los come, los tritura, todo en un acto tan tierno, tan violento, ternura violenta, ultra-violencia, Alex convertido en una naranja mecánica, todo tan Ludwig Van, retumba en la inmensidad de la tarde el poema de Schiller acompañado por la orquesta, suenan violines, suenan trompetas, suenan flautas, La Grandiosa Novena Sinfonía, pero todo es etéreo, y yo allí, un gas liviano, un gas que no se encuentra a condiciones normales.
Es acaso todo ilusión, carne modelo, traseros desfigurados de muchachas inquietas, no más que
utopía, nada más que eso. Y yo: gas. La inercia- fuerza de fuerzas, el ácido sulfúrico, la química: no será: un juego de mesa mal planeado, un dado de siete lados, el absurdo, algo que patea en la espinilla: caleidoscopios, espejos, fotografías. Espacios...esos breves instantes de tiempo en los que el espacio y el tiempo juegan entre sí como dos gatitos pequeños, se lamen, se arañan, todo sucede tan rápido que no dan tiempo para una espera. Pero yo sigo aquí en un café más.
Apartó la novela como si ella misma se hubiera repentinamente cerrado (siempre había pensado que la novela tenía vida propia y reaccionaba como podía). La colocó al lado de los cigarrillos y del vaso que estaba encima de la mesita de roble que soportaba el peso de la lámpara de luz blanca ( Y eso que era consciente que la novela era de hojas, no células que dan vida o lo vivo). Oscurecía en la ciudad. El viento ya se había calmado un poco, todo parecía ir tan despacio, como si por primera vez el tiempo y la velocidad se dieran cita y se burlaran del resto. Había llovido un poco: las calles oscurecían entre inmensos charcos de agua. Los faroles combatían un poco el crepúsculo sabiendo que era una batalla perdida, emitían una tenue luz sobre la ciudad, que no conseguía tener la suficiente fuerza para parapetarse por entre la neblina sudorosa. Y ya la novela estaba cerrada, ya la otra vida de Franco estaba siendo eliminada temporalmente, ya toda alusión a la fantasía era basura, ya toda travesía a lo desconocido era rudimentaria. Ya estaba de vuelta a la realidad, al agua fría, a la hornilla dañada, al café mañanero, al cuarto con un pesado olor a tabaco quemado y a soledad agobiante. Quizás esto era precisamente lo que más le gustaba leer, soportar ese cambio, ese desnivel de realidades, pasar de ser el espectador a ser el actor, todo aquello, la incertidumbre del ¿Será que sucedió?, incertidumbre al ¿Será que lo viví?. Pero allí seguía la novela, y los cigarros apagados, y el Vodka en el desván sin abrir, Martina dormida sobre la cama azul, la cama con grabados en las puntas del siglo XV, la oscuridad desafiante cayendo como polvo en la ciudad.
Le gustaba por las tardes salir sin compañía alguna a caminar por ahí, sentir el smog de la ciudad y a mirar aquello que siempre había estado allí pero que nunca se miraba. Casi siempre se dirigía a la librería, a ver lo que había llegado últimamente, quizás la obra poética completa de Gerard de Nerval o simplemente a curiosear. Todo se dividía en cruzar la calle, pasar por las obras de arte, admirarlas un poco, lo necesario (¿es todo el arte admirable? ¿Es lo admirable Arte?), luego pasar unos almacenes de ropa interior para mujeres, luego pasar el cafecito, toparse con la gente que afuera espera ansiosamente el momento de tener mesa propia y entrar y sentirse intelectuales e inteligentes dentro del lugar, con esos soniditos de cascaditas, con esas habladurías en vano, y luego llegar a la librería y comenzar la indagación, la investigación, La Gran Búsqueda. Todo era monótono, todo era sopa fría excepto el café. Franco siempre se había sentido atraído por los cafés, quizás por el Club de la Serpiente, quizás por Sartre. Lo singular de éste lugar parecido a todos pero como ninguno es que tenía su extraño fenómeno: siempre parecía encontrarse Franco con la misma persona en la misma mesa, personaje solitario que parecía un ser invisible a los ojos de los demás, humano solitario devorador de libros, monstruo come-letras. Allí la curiosidad cobraba vida por completo, ansias de saber el libro que lo tenía sujeto, lo tenía encadenado como por dos manecillas. Quizás era literatura rusa, Dostoievsky, o Krylov, quizás Gogol, pero no descartaba la francesa, Rimbaud, Balzac, Víctor Hugo, más de mil posibilidades. Pero había una fija, una segura, una nunca te fallo, la penetración de la carne, la penetración a la novela, desgarramiento de los dientes intentando morder el ambiente de la novela, el lazo grueso tratando montarse en el argumento, como si fuese encima de una briosa serpiente, de seguro las hojas pasábanse luchando contra la fuerza de la mano, por sí solas, por una esencia mágica, por una curiosidad peligrosa por conocer lo que se nos viene.
El primer encuentro cara a cara lo vivió Franco en la librería al lado del café. Había encendido un cigarrillo y al botar todo el humo vio como al esclarecerse la masa grisácea nicotinizada aparecía a lo lejos la cara del lector cafesino (referencia acomodada, nombre desconocido). Todo sucedió de afán, Franco estaba leyendo un librillo de Octavio Paz y de repente apareció allí, sin escudo alguno, y Franco tan solito en la esquina de la librería. Pero fue un instante casi divino, se aprovechó cada milésima de segundo para apreciar al desconocido, su pelo amarillo, su peinado de lado, pelo no muy largo, cara ancha, un color blanco pálido, unos ojos cafés y una nariz puntiaguda al final, pero ni muy larga ni muy corta, orejas de un rojo más rojo que el rojo de las orejas de los demás, pero no demasiado, y sus labios de un rosado intenso, más bien rojo aguado, como sangre pasada por agua. El desconocido (pero cada vez más coincidido) encendió un cigarro, y estiró su brazo hasta la estantería del medio para alcanzar algún libro de Thomas Mann. Tenía una chaqueta azul y un pantalón mostaza. Atrás cargaba una maleta marca Chevignon y traía unos zapatos algo cafés. Con una mano sostenía el cigarro que iba y venía , ya casi inconscientemente, mientras la otra resistía el peso de los Buddenbrook. Volvió a guardar el libro en el estante, y siguió mirando la pared cubierta de libros, cada vez acercándose más y más a Franco. Absorto, Franco, fascinado, lo miraba caminar hacia él, como un deseo a punto de cumplirse, como una eyaculación en camino. Se detuvo y hojeó unas hojas de un libro de Ensayos sobre James Joyce. Franco había estado leyendo en esos días a Joyce, estuvo leyendo A Portrait of the Artist as a Young Man, y no hay mejor vínculo con una persona que el que se da a través de un autor, y el desconocido estaba hojeando unas páginas de un libro que contenía ensayos sobre James Joyce, el creador de Stephen Dedalus, fiel ídolo de Franco.

- Joyce,- dijo Franco con una voz temblorosa, chillona, vacilante- ¿No lo encuentra usted fascinante?
El extraño lo miro de reojo, lo detalló en cuestión de segundos casi minuciosamente, observó su cuerpo desnudo sentado en la esquina de la librería, observó que leía un libro de Octavio Paz, observó como sus dientes chocaban entre sí como moléculas calientes, y como la mano temblorosa sacudía un libro de Octavio Paz.

- ¿Tiene usted frío?- preguntó el extraño.

No tenía, pero sintió. Franco sintió frío. Sintió como sus piernas temblaban al ritmo de su sangre. Sintió un baldado de agua fría caer en su espalda, petrificando su carne , sus venas, como si la sangre se congelara en cuestión de segundos, la carne petrificada, los tejidos hechos piedra, sólo por una respuesta inesperada por parte del extraño.

- Se me ha perdido el saco. En agosto ventea lo suficiente para elevar cometas en Villa de Leyva. Y no tengo escudo, lo perdí. No soy ningún Aquiles, sufro de este incesante temblor. Claro que odio ponerme sacos, sobre todo si me quedan pequeños.

- Ha leído usted alguna vez “No se culpe a nadie”?, señor...

- Franco, Franco Paladio. Sí, me parece que lo he leído. Y desde entonces odio los sacos, particularmente los de lana. A usted le gusta Cortázar, señor...

- No , no me gusta. Lo encuentro pedante y engreído. A Joyce lo alabo, eso sí. De él he leído Ulysses, Dubliners y Stephen Hero. Entiendo que usted está leyendo el retrato?

- Lo leí, no lo estoy leyendo. Cómo lo supo?

- Sexto sentido, supongo. Fue quizás por su sentado, por su forma de hablar. Usted verá, veo en usted la misma actitud del joven Dedalus en Clongowes, muchacho intrépido e inseguro. Algo parecido al Emil Sinclair que una vez tuvo que enfrentarse con Franz Kromer.

Franco estaba absorto. Observó como el desconocido miró el reloj, se sobresaltó y luego tomo un libro de la estantería. Luego lo miró por última vez, cerró levemente los ojos e inclinó la cabeza hacia abajo y salió de la librería, como si nadie lo hubiera visto, como si sólo existiera para Franco, como esos personajes con los que uno sueña o ve en ilusiones, que sólo existen para uno, como el personaje de una novela que uno está leyendo, como si solo fuera visible ante los ojos del lector, Franco. Salió por la puerta. Oscurecía. El cigarrillo ya se había consumido. Franco entonces se dio cuenta de que estaba confundido.

* * *

Los sábados para Franco eran días especiales para irse al coffee shop y leer un poco su novela, leer acompañado de un café con un poco de azúcar y un paquete de cigarrillos. Entrar allí era para Franco perder totalmente la noción de tiempo-espacio, el reloj se le escondía y estando escondido multiplicaba su velocidad y hacía que cada segundo, cada minuto pasara como un respiro. El lugar no era malo a pesar de unas ráfagas de olores que llegaban del supermercado que estaba en la calle a unas pocas cuadras, el café era hasta simpático, las mesitas verdes de afuera, las mesitas blancas de adentro, los ceniceros de cristal en el centro de las mesas, los meseros con camisas verdes dependiendo de la sonrisa del comprador. Todo era extraño, todo era sumamente extraño, como de otro planeta, parecía que todo, absolutamente todo, era alien, alienación total del todo, de lo experimentado, de lo vivido. Era como entrar en un juego sin uno saber jugarlo, ver como las fichas se mueven en direcciones desconocidas, cómo las fichas no son geométricas, son metafísicos, son abstractas, incomprensibles. Quizás lo desconocido es lo que nos atrae, lo que nunca hemos probado, lo que nunca hemos hecho. Todo en el cafecito, todo en el cafecito que queda al lado de la librería, al lado de la galería de arte, al lado de la fuente, al lado del todo y al mismo tiempo al lado de nada.

Por dentro era más largo que ancho. Había alrededor de unas setenta y cinco mesas en el establecimiento en quince filas de cinco mesas cada una., mesas cubiertas hasta el piso por manteles a cuadros. A Franco le gustaba la mesa del fondo, una vez leyó un cuento que un personaje se había encontrado una planta misteriosamente en la misma mesa, luego se la había llevado a la casa, se había enamorado y había llegado a tener planticas con la mata, había leído tal cuento y desde entonces las mesas del fondo de los cafés, las más ocultas, las más lejanas, eran su blanco para llegar a sentarse. Si no era en esa mesa, era afuera, al aire libre, entonces le daba frío y no pasaba de lo mejor. Pero a veces el frío era rico, sobre todo cuando había un café humeante al frente que estaba dispuesto a sacarlo a uno de ese estado de congelación temporal. El establecimiento adentro era muy alto, el techo parecía alejarse casi constantemente del piso, como una atracción imposible, una unión que nunca pasará, una relación insensata. Pegados a la pared, encima de la barra, había unos televisores que proyectaban el cine mudo de Chaplin, o a veces pasaban conciertos de Mozart o Beethoven. La música era muy apetecedora, muy simpática, pasaban tangos, tangos tardes completas. A Franco le gustaba el tango, bailaba el tango, se volvía el tango. Pero el café no tenía pista de baile, y no era de lo mas cómodo saltar de mesa en mesa como una inmensa pista elevada del piso. El tango es algo apretujado, es algo pecho contra pecho, es algo carne contra carne. Así lo pensaba Franco, así lo vivía Franco casi todos los Lunes en el club, junto con Martina, sesiones interminables de tangos, cigarros y vodka, cuerpos moviéndose al compás de un bandoneón y un piano de madera. Pero el café era otra cosa; era un baile mental de palabras y conceptos teniendo como recinto la mente, el cuerpo no se debía mover para evitar posible desgaste físico, toda energía debía ser utilizada en la mente, aquel baile de ideas y fenómenos, de adjetivos con experiencias cansaban, cansaban la cabeza, cansaban los ojos. A veces Franco tomaba un vodka en vez de un café, pero era algo excepcional, era algo, casi desconocido. El Absolut y la literatura se la llevaban de maravilla, pero Franco tenía la costumbre de no domesticar las cosas; no se puede comer todos los días pastelillos de fresa, ese manjar tan delicioso, pues ya luego de haber comido siete pastelillos de fresa, con crema de chantillí en la punta y arequipe en los costados causaría algo casi elemental al sabor original del bizcocho. Pero los bizcochos del café eran costosos; Franco no tenía hambre.
Pidió un vaso de agua manantial y una cajetilla de cigarros y se dispuso a sacar de su maleta la novela, la novela cerrada, la libertad agazapada. Le llegó el compañero fiel, humeante como de costumbre, en su recinto blanco y grueso, y se dejó empezar a tomar mientras los ojos comían del libro.

Ahora salgo del café, dejo atrás los malos olores y me encuentro con el aire libre, a la intemperie, a disposición del clima voraz y a toparme con los imbéciles de esta ciudad carcomida por la ira. Salgo del café, me dirijo a la derecha . Desde acá veo la calle congestionada y contaminada por más humanos cuya existencia no es explicada por nada ni por nadie. Se ven coches ir y venir, algunos con música fuerte, tan estúpidos, llaman la atención creyéndose dignos de ser vistos. Todos vienen bien arreglados, y las suelas de los zapatos limpias, creyendo que es más importante llevar las elegancias corporales que elegancias morales. Ahora, bajo las escaleras. Son diez escalones, pie derecho en uno, luego pie izquierdo en el siguiente, luego el derecho en el siguiente, se sigue un ritmo casi fantástico, ningún escalón, excepto el último, es tocado dos veces por pies distintos. Ya bajé las escaleras. Ahora camino hacia adelante. Estoy a la altura de los que vienen. Más jóvenes vienen. No los soporto, no los aguanto, camino mirando donde poner los pies. No veo más, sólo donde poner los pies. No me importa quien vaya a mi lado, los ignoran mis ojos casi inescrutablemente. Camino un par de metros, y luego entro a la derecha. Es la librería. Saludo a los vendedores, pero sigo derecho hacia los libros. Los humanos no me importan. Solo los libros. Son mejores que los humanos. Cierto es que vienen de ellos, pero muy rara vez el creador se iguala a su producto.
Ya estando adentro parecería que todo cambia, que hay cierta sustancia etérea y­/o metafísica que emana de los libros, de los clásicos, de cada libro que indulgentemente se posa sobre los estantes mostrando su lomo. Adentro soy otro, soy algo así como un pez nadando en su agua, nadando así peces extraños se posan a su lado y les muestran sus dientes. Camino por entre la parte de poesía y veo a los poetas sentados en las escalas. Veo a Borges, veo a Barba Jacob, a Silva, y se me hace agua la boca. Todo es tan fantástico. Decido leer un poco de los franceses, así que abro la antología de la poesía francesa y busco algo que me llame. Encuentro algo que me identifica. “El Desdichado” de Gerard de Nerval.

Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolado,
el príncipe de Aquitania de la torre abolida;
mi única estrella ha muerto, y mi laúd constelado
lleva el sol negro de la melancolía.

Y es verdad, asomarse una noche oscura por la ventana de madera del cuarto, abrirla lentamente para no despertar a nadie, y de repente darse cuenta que en la inmensidad de la noche no brilla su estrella, que ha muerto, que el sol negro de la melancolía le ha clavado tres puñales y dos alfileres en el corazón dejándola sin vida, oscura, y darse cuenta por la ventana que uno está solo y que uno está desamparado.

Veo a Joyce. Leo algo de Ulysses.
Sus ojos vidriosos, mirando fijamente desde el más allá de la muerte, para agitar y doblegar mi alma. A mí solo. El cirio fantasmal sobre la cara torturada. Su ronca respiración ruidosa estertorando de horror, mientras todos rezaban de rodillas. Sus ojos puestos en mí para derribarme.
Liliata rutilantium te confessorum turma circundet; iubilatium te virginum chorus excepiat.

¡Vampiro! ¡Masticador de cadáveres!
No, madre. Déjame ser, y déjame vivir.

No, madre. Ya soy yo. Déjame ser, y déjame comer tranquilo.

Once upon a time and a very good time it was there was a moocow coming down along the road and this moocow coming down along the road met a nicens little boy named baby tuckoo...


Ya va estando Stephen.

Decido buscar algo más que Joyce y veo un par de ensayos sobre él. Abro el libro y leo un poco. Habla del Fluir de Conciencia: un pez en un océano ajeno. Habla de su obra. Hace énfasis en su posible ininteligibilidad. Pero por eso es que uno se atrae a tales autores, precisamente por ser tan incomprensibles, todos esos párrafos, esos cuerpos de palabras que provienen del universo particular del autor, a eso que a veces el autor no desea que uno entre ,a eso mismo.

Sigo caminando. Veo a Thomas Mann , autor que nunca he leído pero que me llama casi incesantemente a su fiesta. Me han hablado muy bien de Mann , pero supongo que no es todo cierto , como en la vida , no se debe creer todo lo que se dice , pues mucha gente es carroña y lo único que sale de la carroña es un olor pestilente. Los Buddenbrook. Lo tomo del lomo , leo las primeras líneas y sigo y lo leo , voy al café y lo leo y estoy en el café y lo leo.

-Más café?- le preguntaron a Franco. Fue como si lo hubieran cogido de una mano, como a un niño pequeño, y lo hubiesen sacado de una piscina en la cual la estaba pasando bien, en la cual era otro niño pequeño, no el mismo que habían sacado de la mano. Se enfadó un poco, pero se apresuró a contestar, quería que el mesero se fuera.
- Sí. Dame otro Vienesse- dijo Franco mirando alrededor en busca de algo, en busca de él, del extraño. Y lo encontró. Estaba en la mesa de la esquina, la que daba hacia la vitrina. Franco observó detenidamente. Estaba leyendo un libro grueso, un ladrillo, pero su atención era total, era como si en ese momento se hubiera transformado en escritura, en lectura, como si dos manijas metálicas lo ataran a la literatura del libro, primero los pies, luego las manos y luego la mente. Era un cuadro perfecto.
Franco se acercó, lentamente, como si no pudiera hacer mucho ruido porque la presa se escaparía. Alguien lo llamó del brazo. Era un mesero.

- El señor de la mesa del frente le manda a decir que se siente con él, que no se esfuerce tanto por llegar desapercibido.
Franco se reincorporó. Sentía que aquel sujeto lo sabía todo. Pero él, de una manera impresionante, no sabía nada sobre él. Sabía que le gustaba Joyce y el café, pero nada más que eso. Cuanto le gustaría a Franco saberlo todo: sus gustos, sus disgustos, sus sentimientos, sus rencores. Pero no sabía nada.
- Vamos, señor Paladio. Le he pedido un Viennesse, su favorito. Siéntese. Hablemos un poco.
Franco estiró el brazo y corrió el asiento. Observó la posición del libro, abierto, los cigarrillos, el cenicero y el café. La taza estaba hacia la derecha, mientras que el libro estaba en frente suyo. Un poco alejado del libro estaban los cigarrillos apagados en el cenicero, y a su izquierda estaba la cajetilla. Todo estaba tan perfecto que parecía sacado de una novela fantástica.

Cerró el libro, dejando a la vista la portada: Los Buddenbrook, de Thomas Mann. Franco se sobresaltó: era el mismo libro que estaba leyendo el personaje de su novela. Fantástico.
- Aún no me ha dicho su nombre- criticó Franco como un niño pequeño-. ¿Acaso no tiene usted nombre alguno?¿ Déficit de existencia?
- Cierto es, señor Franco, que para unas personas existo mientras que para otras no. Quizás no soy compatible con todos. ¿Nombre? Creo tenerlo. Pocos me llaman por él, es como si no tuviera.
- Veo que usted está leyendo una novela del señor Mann. ¿Es la misma que tomó del almacén? ¿Cómo le ha parecido?
- La he empezado hace muy poco. La verdad es que me han hablado muy bien de Mann, pero no es todo cierto, supongo, como todo en la vida. Leí las primeras líneas y sí, me atrajo un poco. ¿Qué está usted leyendo, señor Paladio?
- Una novela de Henry Fougot, supongo que es francés, de este siglo. Es una novela agradable, algo así como lo la conciencia de un sujeto que lee, se la pasa en cafés, y vive. Usted sabe, algunos humanos piensan mejor que otros, indudablemente. Da la coincidencia que el personaje de mi novela y usted están leyendo prácticamente el mismo libro. Y se sienta casi siempre en la mesa del café que queda en la misma posición en la que usted se sienta. Que extraña coincidencia. ¿No le parece?
- Si, fascinante. Quizás deba leerla, aunque me parece conocida la historia. Quizás ya la he leído. ¡La verdad es que he leído tanto! A veces siento que yo nací de la misma literatura, y por eso no me puedo despegar de ella. Con los libros que uno más se identifica son los que a uno más le gustan.
- Sí, lo más seductor y excitante es involucrarse con la novela, con los personajes de la novela a tal punto que si la novela termina, uno muere con ella, así como todos los personajes mueren estando dispuestos a renacer el instante que la novela se abra. Ese es el secreto de la literatura. Llegar a tal punto de concentración al leer y uno se topa con los personajes y hasta llega a conocerlos, y toma café con ellos, o camina por la ciudad como si fueran amigos el alma, aunque hay algunos que no siempre se llegan a conocer. A veces uno se fascina con personajes ininteligibles. Por ejemplo Vardaman de la novela de Faulkner As I Lay Dying. El personaje es un jeroglífico, pero uno se atrae por los jeroglíficos.
- Tiene usted toda la razón. Uno muere con la novela que termina.

* * *

Ya tarde en su casa, Franco retomó una vez más la novela, quedaban unas pocas páginas para terminarla. Se sentó en su sillón preferido, y prendió un cigarrillo. Se sirvió un poco de Vodka en un vaso de cristal redondo, y se dispuso a la trama de la lectura.
He ahora salido del café. He tenido una conversación con alguien que parece ser inteligente, aunque no habló casi pero sí fumó mucho siento que le agradé, así como el me agrado a mí. Parece un buen literato, pero no confirmo nada. A veces hay personas en las cuales uno confía totalmente, y cuando en realidad las conoce se da cuenta que toda la idea que uno se había fabricado de la persona es ahora pura mentira. Por eso sólo digo que he hablado con él, nada más que eso.

Camino por la acera mojada de la carrera once. Los faroles parecen diminutos guerreros tratando de vencer el punzante dominio de la oscuridad sobre sus hombros. Los charcos en la ciudad están ahora más hondos que nunca y tengo el presentimiento que va a enfriar más, mucho más. Mis zapatillas están mojadas. El agua hace contacto con la media por los costados de los zapatos, algo simplemente inevitable. Siento cómo de a poquitos se me va enfriando todo el cuerpo, como si estuviera caminando hacia mi ataúd, como si me estuviera dirigiendo lentamente hacia un inmenso refrigerador. Me tapo el cuello con mi bufanda verde. Huele a Martina, huele exactamente a lo que huele su cuerpo desnudo. Me aprieto un poco más contra el saco y siento la lana, la incomoda lana picarme la piel. Pero lentamente me acerco al apartamento, ya se ve a unas pocas cuadras de donde estoy. Pero siento que se aleja. Me gustaría correr para atraparlo, pero los dedos de los pies no me dan para tanto. Me armo de paciencia y entonces veo como ya el inmenso edificio de ladrillo se contiene ante mi llegada y me abre sus puertas para que entre.

Entro.
Al subir las escaleras siento cómo la madera cruje ante cada movimiento dócil y silencioso de las suelas de los zapatos, como si el piso estuviera siendo castigado. Las medias vienen empapadas. Llego al cuarto piso y saco las llaves. Selecciono la llave apropiada y entonces la introduzco lentamente por la chapa y la giro hacia la derecha y me doy cuenta cómo las bisagras crujen sin decir perdón matando el silencio de la noche con tanta delicadeza como la de un coral rompiendo una ola silenciosa.

Ya adentro me quito los zapatos y seco las medias. Y me tomo un vaso con agua y cierro un par de ventanas que estaban abiertas desde mi salida por la madrugada. Presiento que esta noche va a enfriar más. Entonces enciendo la chimenea con unos pocos trozos de madera que quedan en el desván. Ya la chimenea prendida voy al bar y me sirvo un poco de Vodka en u vaso cristalino, redondo, y prendo un cigarrillo. Me siento en mi sillón preferido, y me dispongo a la trama de la novela. Leo. Leo y me voy acabando, la novela. Y llego al final. Termino la última página, y algo falla, algo no sigue las instrucciones, algo se sale de los esquemas de juego y hace lo que le place. Me empieza a faltar el aire. Me empiezo a asfixiar. Se me cierran los ojos. La novela se cae al piso, cerrada.

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Siempre leo buscando un secreto. El juego y la imposibilidad de diferenciar lectura y escritura... Aún no sé si los secretos duermen, como los libros o como Franco.

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