Pequeñísima oda al cassette
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Desde la noche anterior, ya fuera para el viaje en bus hasta el colegio o el viaje mucho más largo hasta la finca, era impensable no escoger delicadamente los cassettes que se fueran a oír durante el trayecto. Recuerdo una época que siempre llegaba un poco borracho a mi casa a empacar la ropa y los cassettes para el viaje a la finca del día siguiente, y después, ya montado y resacoso en el puesto de atrás, no podía creer la música que había escogido—un regreso a los ochentas casi bestial, como si mi otro yo no quisiera deshacerse de lo que ya me había deshecho hace mucho tiempo. Para el trayecto del colegio era mucho más sencillo, porque no tardaba más de treinta y cinco minutos, así que con un solo lado del cassette bastaría. Mi walkman amarillo tenía dos salidas para audífonos. Como es apenas natural, y en una invitación ochentera sin igualdad, la segunda salida era para la novia, pero como en ese entonces no tenía novia, jamás pensaba en el género musical en compañía. Sí tenía, no obstante, un compañero de bus que en un gesto de intromisión apenas detestable, se subía al bus y sacaba rápidamente sus audífonos, y me pedía dejarlos conectar para poder oír música—a veces ni siquiera los sacaba porque ya los traía en la mano. Desde siempre me ha parecido que la música escuchada en audífono es un gesto privado, solitario, así que este gesto me parecía de una insolencia atrevida, pero no obstante siempre le dejaba. Aún en Bogotá, en algún cajón de algún armario, tengo la colección de cassettes, y quizás si pongo play en alguno, retomaré el lugar preciso de la canción que se vio interrumpida por la llegada del bus a mi casa.
Caminé un poco más, hasta una tienda más grande y con más productos. Había muchos expuestos en las estanterías, pero elegí un Sony de noventa minutos. Con la tranquilidad de quien puede grabar aún sonidos del pasado, y escucharlos en el futuro, lo desempaqué con la voracidad de un niño, y desde ya escribí el título: Conversaciones con Delfín Agudelo, sesión X.
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