Pequeñísima oda al cassette

Salgo a buscar un cassette (o cinta, como se le quiera llamar) para grabar, como lo vengo haciendo desde un par de meses, unas conversaciones con un profesor de la universidad. Entro en la primera papelería, y el encargado niega rotundamente con la cabeza: “Las vas a tener mal comprando eso. Lo dejaron de hacer.” Me niego, de inmediato, a creerlo. El cassette tiene desde hace bastantes años su muerte anunciada, pero aún así siempre he tenido la tranquilidad de tenerlo cerca cuando quiero comprar uno. Mi regreso al cassette se debe a las conversaciones que vengo grabando. Dejé de pensar en él durante mucho tiempo, años, primero cuando pasé al cd y luego al mp3, de una manera infame y casi grotesca. Pero cuando lo sentí perdido para siempre, recordé mis mañanas en el colegio, con un walkman amarillo Sony de dos pilas doble A, y un cassette esperando en el bolsillo de la maleta. Recuerdo los equipos de sonido que grababan los cassettes a doble velocidad, y era una multiplicación inverosímil del tiempo. Recuerdo los cassettes de sesenta, noventa y hasta ciento veinte minutos. Conocí todo Metallica a través de los cassettes; recuerdo una vez, en Miami, oyendo la banda sonora de Pulp Fiction, recién comprada, en cassette: difícilmente el cuadernillo del cassette original pierda su atracción respecto al cuadernillo del cd. Una vez, en alguna feria gringa, encontré un kiosko en el que vendían cassettes originales a 4,99 dólartes. Compré unos cinco, en momentos distintos, cada uno con un billete de cinco dólares, y la vendedora me decía, con sonrisa aireada: Here’s your lucky penny.
Desde la noche anterior, ya fuera para el viaje en bus hasta el colegio o el viaje mucho más largo hasta la finca, era impensable no escoger delicadamente los cassettes que se fueran a oír durante el trayecto. Recuerdo una época que siempre llegaba un poco borracho a mi casa a empacar la ropa y los cassettes para el viaje a la finca del día siguiente, y después, ya montado y resacoso en el puesto de atrás, no podía creer la música que había escogido—un regreso a los ochentas casi bestial, como si mi otro yo no quisiera deshacerse de lo que ya me había deshecho hace mucho tiempo. Para el trayecto del colegio era mucho más sencillo, porque no tardaba más de treinta y cinco minutos, así que con un solo lado del cassette bastaría. Mi walkman amarillo tenía dos salidas para audífonos. Como es apenas natural, y en una invitación ochentera sin igualdad, la segunda salida era para la novia, pero como en ese entonces no tenía novia, jamás pensaba en el género musical en compañía. Sí tenía, no obstante, un compañero de bus que en un gesto de intromisión apenas detestable, se subía al bus y sacaba rápidamente sus audífonos, y me pedía dejarlos conectar para poder oír música—a veces ni siquiera los sacaba porque ya los traía en la mano. Desde siempre me ha parecido que la música escuchada en audífono es un gesto privado, solitario, así que este gesto me parecía de una insolencia atrevida, pero no obstante siempre le dejaba. Aún en Bogotá, en algún cajón de algún armario, tengo la colección de cassettes, y quizás si pongo play en alguno, retomaré el lugar preciso de la canción que se vio interrumpida por la llegada del bus a mi casa.
Caminé un poco más, hasta una tienda más grande y con más productos. Había muchos expuestos en las estanterías, pero elegí un Sony de noventa minutos. Con la tranquilidad de quien puede grabar aún sonidos del pasado, y escucharlos en el futuro, lo desempaqué con la voracidad de un niño, y desde ya escribí el título: Conversaciones con Delfín Agudelo, sesión X.

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