Dedaliana (II)
No hace mucho, en el bus, sentí un olor particular. No pude reconocer qué olor era precisamente, pero sí sabía que ya lo había sentido en alguna otra ocasión. Pero me llegó a la mente no el “referente” de ese olor, sino un olor que ese olor me recordaba. Ahora que veo escrita la palabra, goza de una extrañeza sin precedentes: olor. Si hubiera escrito color, esa palabra tendría un color en particular: el negro de la letra del computador. Sin embargo, escribir olor no comporta ninguna acción performativa, en la medida en que es neutra, no propicia a una combinación de lenguajes. Al principio, el olor que sentí era desconocido, pero ya pasando la calle Trafalgar lo reconocí como una aroma de vainilla. Pero al reconocer el referente del olor—la vainilla—, olvidé el otro olor que estaba tratando de recordar, que era el que realmente me llamaba la atención, quizás porque me conectaría con alguna persona que hacía mucho no veía, o con una situación en particular. Sé que la persona o la situación nada tiene que ver con la vainilla, pero ahora, tiempo después, me es completamente imposible pensar siquiera en la posibilidad de rememorar aquello que quería recordar. La memoria olfativa me perdió en su fino laberinto.
Anoche, a eso de las dos y media de la madrugada, desperté de una pesadilla. Sé que en ese momento recordaba lo que había acontecido, pero hice todo lo posible por volver a dormir de nuevo, y que el nuevo sueño borrara de tajo el primero. Así fue, y cuando amanecí, no recordé nada del segundo, pero sí una acción un tanto terrorífica del primero: en algún momento me daba la bendición. Yo, que no voy a misa hace ya bastante tiempo, y que sí pienso en cuestiones teológicas o de fe de vez en cuando, me daba la bendición como—supongo— arma frente a lo que me acontecía. Bien podía estar a punto de llevar a cabo una acción un tanto arriesgada, y me amparaba en Dios para que el resultado fuera positivo. Pero también pudo haber sido que me daba la bendición porque aquello de lo que soñaba era diabólico. Sí recuerdo la aparente vigilia: miré el reloj, y no habían pasado más de dos horas desde que había conciliado el sueño. Eran las dos y cuarenta y nueve de la madrugada, el piso estaba en silencio, y no sentía ni frío ni calor: mi cuerpo era neutro.
Creo que podríamos afirmar que la memoria involuntaria de Proust también puede ser aplicada a los sueños. Tanto la memoria olfativa como la memoria onírica son espacios que en muchos casos sólo dependen del azar, en la medida en que determinado olor llega a nuestra nariz y a partir de allí recordamos otro, o determinada acción nos recuerda lo que hemos soñado la noche anterior. Si no hubiera visto a esa señora dándose la bendición al salir de la iglesia, jamás hubiera recordado la sensación de mi sueño de anoche, de la misma manera que si no hubiera sentido ese olor a vainilla no hubiera intentado recordar un olor que ahora me resulta completamente imposible y ajeno.
La memoria, como en el caso del olor, bien puede ser un camino muerto, sea en los sueños o en el olfato: no recuerdo nada de los dos casos, pero sí recuerdo, por lo menos, aquello que intenté recordar,
Anoche, a eso de las dos y media de la madrugada, desperté de una pesadilla. Sé que en ese momento recordaba lo que había acontecido, pero hice todo lo posible por volver a dormir de nuevo, y que el nuevo sueño borrara de tajo el primero. Así fue, y cuando amanecí, no recordé nada del segundo, pero sí una acción un tanto terrorífica del primero: en algún momento me daba la bendición. Yo, que no voy a misa hace ya bastante tiempo, y que sí pienso en cuestiones teológicas o de fe de vez en cuando, me daba la bendición como—supongo— arma frente a lo que me acontecía. Bien podía estar a punto de llevar a cabo una acción un tanto arriesgada, y me amparaba en Dios para que el resultado fuera positivo. Pero también pudo haber sido que me daba la bendición porque aquello de lo que soñaba era diabólico. Sí recuerdo la aparente vigilia: miré el reloj, y no habían pasado más de dos horas desde que había conciliado el sueño. Eran las dos y cuarenta y nueve de la madrugada, el piso estaba en silencio, y no sentía ni frío ni calor: mi cuerpo era neutro.
Creo que podríamos afirmar que la memoria involuntaria de Proust también puede ser aplicada a los sueños. Tanto la memoria olfativa como la memoria onírica son espacios que en muchos casos sólo dependen del azar, en la medida en que determinado olor llega a nuestra nariz y a partir de allí recordamos otro, o determinada acción nos recuerda lo que hemos soñado la noche anterior. Si no hubiera visto a esa señora dándose la bendición al salir de la iglesia, jamás hubiera recordado la sensación de mi sueño de anoche, de la misma manera que si no hubiera sentido ese olor a vainilla no hubiera intentado recordar un olor que ahora me resulta completamente imposible y ajeno.
La memoria, como en el caso del olor, bien puede ser un camino muerto, sea en los sueños o en el olfato: no recuerdo nada de los dos casos, pero sí recuerdo, por lo menos, aquello que intenté recordar,
...como el olor de los perfumes idos,
¡y el cansancio aquel es triste
como el recuerdo borroso
de lo que fue y ya no existe!
(José Asunción Silva, “Muertos”)
Comentarios
Grato volver por acá. Se nota el paso del tiempo entre tus escritos juveniles y los últimos. Psra bien.
saludos
que buenas y bonitas que son las coincidencias, sobre todo de este tipo....y que bueno y bonito es que Silva ronde por aquí.