Olvidándome de la academia
Desconozco la razón por la cual me gusta venir al mar. Jamás viviría en una ciudad costera, nunca he conocido una cultura, llamémosla, playera— si bien conozco otras, como la cafetera o sabanera. No me atrae zambullirme dentro de las olas, no me atrae asolearme en la playa— odio la arena, primero cuando se pega contra el brazo gracias al bloqueador, y luego cuando se esparce por el cuerpo debido a la mano que la sacude. No. Definitivamente no es la playa.
Puede ser la brisa, pero entro en dilemas de confort: leer es terrible, porque las páginas se saltan; lo mismo sucede con las del cuaderno donde se escribe— que es, precisamente, lo que me está sucediendo ahora. Tampoco puedo decir que es terrible, máxime sabiendo que mentiría al decirlo.
Siento que me gusta porque me apropio del papel de aquél que va a la playa: oigo Bob Marley, leo cuando se puede (o el viento deja), me relajo, y no disfruto del cigarrillo porque se consume muy rápido— que es, una vez más, precisamente lo que está sucediendo ahora.
Esta vez me correspondió una habitación que divide su paisaje entre un mar lejano y el lobby del hotel, cuya arquitectura asemeja un kiosco gigante. Escribo ahora sobre una silla rimax, porque los diseñadores de interior descartaron la posibilidad de escribir en la habitación; así que estoy en la terraza, un rectángulo de siete metros cuadrados, y casi la mitad está ocupada por una asoleadora blanca, donde reposa, extendida, la toalla blanca con la que me sequé esta mañana. Podría ir a las mesas del lobby, pero, así como tomo el papel de quien va a la playa, no me gusta tomar el papel del solitario poeta o escritor, que compone versos a la luz de quienes por algún espacio atraviesan— además, porque aún no me considero ni lo uno ni lo otro. Ese papel lo asumí alguna vez, en un cafecito cercano a mi casa, pero era porque en ese momento asumí otro papel, y seguramente encontré allí alguna fascinación poética.
Desde aquí alcanzo a ver las mesas en las que seguramente estaría escribiendo más cómodamente. Pero no, aún no me logro despojar del papel del maniquí esteta, y por eso es así como ahora escribo. Por distracción, dibujo la manera como lo estoy haciendo: si no es claro, esas son dos sillas, y los dos arcos son mis brazos. No es que escriba con los brazos tan extendidos, no, es que pinto muy mal, y me toca acomodar mis potenciales de pintor a un mal dibujo. Lo único que en algún momento dibujé bien fue una palmera que me enseñó una profesora de inglés de cuarto de primaria: sé que no es un mal dibujo; lo que está mal es que no pueda pintar nada más.
Quizás es por la soledad. Me gusta la soledad que inspiran los muelles melancólicos en la tarde, con su luz parca descendiendo por las olas, llevándose consigo las últimas secuelas de un clima marchito. No sé si lo que me gusta es estar solo o sentirme solo en los despojados laberintos del mar, llevar un libro que pocas veces abro, o afilar la punta de un lápiz que pocas veces uso; me gusta sentarme meditabundo en los anaqueles de un espacio perdido, pidiendo a gritos silenciosos forjar la frase incólume que me permita despojarme de un beso mal dado o de una primavera otoñal, de un invierno caluroso o de una multitud solitaria, de una pluma de plomo, o de un filántropo enamorado de la soledad. Dejo que las frases se desprendan, me permito desprenderme de mí mismo como si fuera una sinfonía inconclusa o un violín desafinado. Me llevo y dejo llevar por colmillos salados de espuma venusina, y camino por la arena sin dejarme mirar atrás y permitiendo a la gangrena poner semillas en la herida de un corazón despojado de esperanza y libertad. Lleno de simplezas y desaforos sentimentales, repleto de calurosos abrazos que recuerdan batallas perdidas y trozos de mí mismo, me dejo derribar y estrellar contra una muralla coralina que me impide llegar a la orilla.
No sé por qué pienso que me he escapado al mar, siendo que no huyo de nada. Pero más de una vez me convenzo de que pueden más las palabras que brotan, pérfidas traicioneras, que las que ingenio en mi herrería intelectual. Un niño pasa bajo mi terraza y detiene su recorrido al mirarme. Tiene esa mirada inquisidora infantil, la que reclama sin haber descubierto lo que la mente oculta. Tiene en la mano un balde naranja, una gorra azul celeste le cubre un pelo bermejo, y un vestido de baño carmesí lo prepara para el baño marino. La madre viene detrás, y se lo lleva en un impulso ciego, intentando sujetar el tiempo que en el mar siempre pasa más rápido. La madre, por fortuna, no me ha visto. Aún así, no huyo de nada; no me importa que me vean. Mi rostro no aparece en los noticieros, no tendría por qué hacerlo, siendo que no he hecho nada. Mis preocupaciones no son con los juzgados o las cortes; lejos estoy de dejarme llevar por sus leyes. Tampoco me veo en la necesidad de pedirle al conserje que no pase llamadas a mi habitación, que es la 1010, ni tampoco me veo en la obligación de apagar el teléfono celular. Me convenzo, desde los martillazos secos que vienen de mi mente, que no huyo de nada. Me embarqué ayer en el vuelo 2207 de West Caribbean hacia San Andrés porque yo mismo tomé un taxi hasta la agencia de viajes, y yo mismo pagué el tiquete. Si no lo hubiera querido hacer, jamás me habría tomado la molestia de hacerlo. Nadie ni nada me obliga a hacerlo: soy libre en mis decisiones, y si así lo quisiera, regresaría de inmediato a Bogotá. Allí tengo un apartamento en la carrera 21 con 87, desde donde veo el parque del Virrey, y cuando me animo salgo a trotar cuando el sol aún no ha salido, o a veces camino hasta la quince y en el hotel de la esquina del Virrey me tomo un café servido en un pocillo blanco con diminutos dibujos rojos. A veces leo, muy pocas veces escribo, porque la verdad no me gusta hacerlo, esté en sillas cómodas, en poltronas que me impiden levantarme, o en escritorios barrocos. Tengo 27 años, siento que ya he vivido suficiente para poder ser libre en mi toma de decisiones y llevarlas a cabo como me venga en gana. En tres horas debo estar en el restaurante principal, codearme con europeos malolientes que vienen a disfrutar del trópico a este sitio donde Colombia no existe, y aún así, a sabiendas de que a veces me toca hacer fila para poder comer, lo hago, porque es mi decisión. A veces lo hago porque mi cuerpo me lo pide, y siento el hambre, y siento cómo se revuelan los intestinos grueso y corto, pero a veces lo hago sabiendo que no ha terminado la digestión de la comida anterior. En cuanto al bloqueador, me lo aplico porque a veces me gusta sentir la piel grasosa, y a veces me gusta sudar blancuzco, sobre todo cuando camino sin cachucha o sombrilla. Pero si el sol quisiera quemarme los pómulos o inflamar mi espalda lo recibiría igualmente, porque hay muchas cosas que suceden a pesar de haber sido meditadas, y sé que formo parte de un ciclo vital del cual no me puedo salir ni siquiera con las invenciones o artificios de la raza humana.
No huyo. Ni siquiera intento hacerlo porque me retengo en los andenes peligrosos e invito a la maldad a hacer de mí su presa perfecta. No sé si he visto muchos videos de asesinatos, no sé si he leído muchas novelas de crímenes perfectos, pero no veo ningún problema en formar parte del plan clandestino de un asesinato. A veces, en Bogotá, llegaban las tres de la madrugada y la cama, caliente y ya destendida, me invitaba a abandonarla. Queriendo formar parte de algo, quizás de la noticia mañanera— y eso, porque a esa hora ya no saldría en los diarios—, salía a caminar por la quince, y me detenía en los cajeros automáticos, y me reía en voz alta, y hacía que los radares asesinos se prendieran sin problema alguno. Entonces caminaba casi hasta la cien, y luego decidía bajar hasta la 19, y si veía a alguien caminando lo llamaba como si mi voz estuviera infestada de ginebra con soda, y le demostraba a la calle entera que estaba disponible para ser agredido, pero nunca sucedió nada más que otro par de borrachos que decidieron acompañarme hasta mi casa. Sintiendo que estaba formando parte de un buen plan, los invité a mi casa, y decidí prepararles café caliente— uno lo tomó con leche, mientras que el otro lo tomó sin azúcar. Hablé de mi familia, hablé de las tierras de mis antepasados, y saqué pocillos extravagantes donde revolví el café con cucharas de plata. No logré más que conseguir dos teléfonos que decidí quemar de inmediato en la estufa de gas, y luego dormir hasta las diez de la mañana, sintiendo que, una vez más, había perdido la oportunidad de experimentar una nueva sensación.
Nunca me he caracterizado por dormir largamente, si bien he tenido sueños profundos. Tampoco me caracterizo por la fortaleza de mis sueños, siendo que muchas veces los olvido una vez entro en la bañera. Sí tengo, como todos, momentos en los cuales el sueño multiplica el tiempo, y los minutos pasan lentamente, mientras que mi mente acelera. Abro los ojos a menudo durante la noche, y a veces me sorprende la madrugada mirando un cuadro fijo de mi cuarto, por lo general un desnudo de Modigliani. Pero cuando estaba con ella, me permitía seducir a la oscuridad mediante el meticuloso arte de observarla, y notaba cómo las grietas de la cama formaban leyendas hagiográficas, y sus brazos, a veces juntos, a veces separados, eran para mi objeto de sumisa adoración, de profana alegría. Ella alguna vez me confesó que tampoco era una durmiente placentera, pero esto lo achaqué más al hecho de que sentí que mis noches, a pesar de estar a su lado, eran solitarias; sin embargo, esto fue algo que jamás sucedió, siendo que siempre me he caracterizado por estar bien acompañado cuando estoy solo, aún más en la noche, cuando se exacerban mis sentidos, ya sean libidinosos, melancólicos o austeros. Pocas veces la desperté cuando yo lo estaba. No me gustaba robarla de ese misterioso mundo del ensueño que con tanto ahínco me describía en las mañanas bogotanas.
Pero de nada me sirve aferrarme a flores marchitas del pasado. Pensé en el verbo inglés to cling, que es precisamente lo que sucedió durante el párrafo anterior. Y es, una vez más, precisamente lo que no deseo que suceda. No tengo muy claro qué he venido a hacer a esta isla en la que la noche llega más tarde que en la capital, y que la mañana, como me sucedió temprano, viene cargada de brisas cálidas que exasperan los recuerdos. Siempre he sentido una fascinación por las mañanas, sean sabaneras, cafeteras, o, en este caso, costeras. Me gusta estar en un espacio antes de que los rayos del sol lo pululen; me gusta ser testigo de la obra dramática que es la pérdida de la oscuridad, y esto puede ser porque aún no he olvidado la primera vez que compartí la intimidad de mi cuerpo con uno femenino. Tenía quince años, y las cosas, como siempre, jamás salieron como lo esperaba. Algún amigo me había contado acerca de la necesidad del condón, pero desde siempre supe que la primera vez no puede ser con condón, porque de lo contrario no lo sería. De tal manera que, en plena conciencia de mis acciones, no pasé por la tienda a comprarlos, y tampoco adquirí algún otro tipo de anticonceptivo. Desde siempre la idea de romper el embrujo de la inocencia me había atormentado; sentí que caminaba hacia mi propio funeral. Sabía que ella me esperaba en la puerta de mi casa, y sabía que llevaba un pantalón carmesí con puntos verdes, que no sé por qué había sido desde el principio un acuerdo tácito. El recuerdo de los pantalones me aferra a la idea de que las modas cambian; sería incapaz de desprenderlo ahora del cuerpo de una mujer, porque desde hace años sé que no hay nada como el estilo y el buen gusto. Recuerdo haberme vestido de negro, y no sé— no me extrañaría, la verdad— haber comprado unas flores para la propia tumba que estaba cavando. Solos, en mi cuarto, decidimos cerrar las cortinas, a sabiendas de que era lo de menos porque hacía sol desde los cerros. Recuerdo dos senos en crecimiento, apenas emergiendo de un pecho con algunos granos de acné, y también recuerdo un sexo de bellos cortos y afilados. Tiempo después, hablando con algún amigo apasionado por la literatura, me contó que en la leyenda del Yuruparí se configura el mito de la vagina dentada. Sin saberlo, supe desde el principio que allí, en esa misteriosa cueva con la que hacía años soñaba, estarían los colmillos que me privarían de la tranquilidad. Sabiendo a qué me atenía, convencido de un entierro prematuro, me aventuré como el más ágil de los castores, con la torpeza sólo reconocible en el primer acto sexual, en el cual hice más fuerza de la que debí haber hecho, y no manejé bien los músculos de mi mandíbula. Recuerdo, además, una cama desentendida, la ropa debidamente doblada encima del escritorio, y un silencio sepulcral. Sólo supe lo que había hecho cuando llegó la noche, y me recosté en ese mismo lecho mortuorio, y me di cuenta de que conservaba el mismo olor con el cual amaneció, y que la almohada conservaba su misma forma original. Pensé, casi como un reflejo instintivo, que nada había sucedido. Recuerdo su nombre, recuerdo su estatura. Recuerdo la cara que llevaba cuando partió de mi casa, así como recuerdo el dolor que llevaba en el bajo abdomen. Por supuesto, no volví a hablar con ella. No era capaz de enfrentarla en los salones del colegio, o en los callejones de la ciudad. Preferí ausentarme de mis acciones, así fuera durante un par de meses, hasta definitivamente comprender la nueva esencia lujuriosa que desde entonces nació en mí. Lo hice porque consideré que era lo mejor, y porque fue lo que en ese momento quise hacer. Y no me arrepiento.
No me gusta escribir. No sé por qué lo hago. No sé si es por la sensación de escape que vengo sintiendo desde que descendí del avión ayer a las tres y treinta de la tarde. Casi en su totalidad éramos turistas: parejas en luna de miel, grupos de amigos, y dos excursiones de colegio. Sentí envidia por esa sensación de desprendimiento que evidencian los jóvenes que vienen a desaparecerse de sí mismos durante una semana. El tiempo deja de contar, las leyes paternas y profesorales pasan a un segundo plano, y todo depende de la manera como se quiere tener un recuerdo para la posteridad. Me fue imposible, en mi momento, celebrar mi grado en un paseo. No recuerdo muy bien la razón, o quizás sí estuve, pero no la recuerdo en absoluto. Sólo sé que ese momento de mi vida no figura en los anaqueles perdidos de mi recuerdo; por lo tanto no lo he vivido. Me gustó que hubieran aplaudido cuando el avión despegó, y luego cuando aterrizó. Jamás le he temido a los aviones, si bien siento vértigo cuando me asomo desde un segundo piso. La satisfacción de los estudiantes me permitió conciliar el sueño apenas el avión dobló a la derecha, y me adentré en el imperio del no recuerdo con la imagen de la 26 dirigiéndose hacia el oriente.
Comentarios
Como siempre, gracias por tu comentario, caborca. Tómate todo el tiempo, que igual acá seguiremos...
Un abrazo,