Tifinagh
Al llegar supe que me era completamente necesario “hacer tiempo”, como si fuera algo tan sencillo y cotidiano de hacer— máxime sabiendo que me esperaba hacerlo con el grueso saco azul debajo del fiel abrigo arrastrando mi siempre pesada maleta con mi mano izquierda— luego de una brutal en cuanto tonta cortada que me hice esta mañana, ¿por qué se me habrá ocurrido quitarle las motas a mi buzo café justo hoy, antes de salir, a sabiendas de que no lo usaría hasta dentro de unos días, a sabiendas de que esas malditas cuchillas de afeitar del Día no sirven más que para agredir la cara o, en su defecto, mi pulgar izquierdo?— no hay sensación más grotesca que la de saberse caminando con una gasa que permite ver la sangre que la herida no ha dejado de emanar— aún sabiendo todo esto me dejé llevar luego de haber descendido del Roissybus justo al frente de la Opéra, tomar la Mogador hacia arriba, ver que en el teatro siguen representando “El rey león” y que las obras circundantes a las galerías Lafayette siguen interrumpiendo el andar de los peatones y de los carros, comenzó una promenade más. Sabiendo que llegar a la casa directamente implicaría seguir derecho porque nadie me abriría, lo hice sin siquiera pasar delante suyo. Estuve dándole vueltas a la Place de Clichy encima, en calles aleatorias, viendo estudiantes de colegio salir de clase y luego viendo a los mismos peatones que jamás respetan un semáforo— vi a uno que, con la palma de la mano abierta, le hacía señales al carro que venía para que se detuviera—, viendo a un ciclista bajarse y atravesar caminando el cruce peatonal del Boulevard de Clichy a pie, arrastrando al bici, un par de metros nada más, algo jamás visto en Barcelona, viendo a un viejo subir por la calle Amsterdam con una chaqueta raída café y un saco blanco a rayas azules celestes salpicada de —posiblemente— sopa de tomate fría. Vi al mismo hombre de años atrás haciendo girar la manivela de su caja de música mientras que su gato negriblanco, en el mismo cesto cubierto por una tela azul, dormía indiferente al invierno. No quería alejarme de la plaza, pero tampoco había elegido lugar alguno para llegar. Caminé con el mero propósito de encontrar un café para tomar algo, pero esto desde siempre me ha parecido de una inmensa dificultad. Impera la necesidad de sentir desde fuera aquello que, multiplicado, sentiré dentro: austero, póstumo, impávido. Decidí, ante la infructuosidad de mi búsqueda, comer una crepe con jamón y queso donde ya sabía yo que las vendían. Siempre he sentido que caminar las calles comiendo algo— lo que sea, un bocadillo, una fruta madura, una crepe— implica que la comida, de alguna manera, se ensucia por la presencia de la calle. No obstante mi pérfida convicción, decidí tomar el Boulevard de Clichy en dirección a Pigalle dando buenos mordiscos a mi crepe que quería se acabara cuanto antes para evitar un constante ensuciamiento. De repente, a lo lejos, una calle cerrada: una estructura metálica en la calle que la superaba en distancia, presuntamente un puente vehicular, pero dentro, en la calle, una reja entreabierta en su final, un toldo rojo. Cinco mesas cuadradas en la terraza, de un color que asemeja un verano victoriano que no será visto hasta dentro de meses. Una mesa solitaria en la esquina, al lado un espacio propicio para dejar la maleta y mi morral, un mesero preguntando qué quiero, un vaso con agua y un café, por favor. Una llamada que asigna la hora del encuentro para abrir las puertas al hogar, la libreta de apuntes, los últimos cigarrillos de un paquete que llegó conmigo, un esfero que promociona Caixa Galicia, ya es hora de quitarme el pesado abrigo. Dos jóvenes sentados al lado, un hombre que se sienta a tomarse un café y fumar un cigarrillo detrás de otro, un viejo que pasa rechistando mientras hace sonar sus sandalias contra el pavimento gris. Hago tiempo, hice tiempo: sé que este café Tifinagh, transcriptor indeleble, me venía esperando desde mi última vez en la ciudad.
Comentarios
Me gustó leerte... ♥ Lorena (jamás conoceré Europa...)