El logos del placer
La semana pasada tuvimos en una clase de doctorado a un artista mexicano hablando acerca de su obra, puesto que formaba parte de una exposición acerca de la visibilidad de un espacio interior, particularmente, el del presente. Me llamó la atención un aspecto en particular, y con esto no pretendo en momento alguno emitir un juicio de valor: la ausencia absoluta de un lenguaje académico. Al ser preguntado por la profesora acerca de la creación y desarrollo de su obra, el discurso se veía algo truncado, pero quizás fue esta impresión mía, tratándose del espacio en el cual nos encontrábamos. Y su método discursivo de alguna manera hizo eco en un contenido de sus respuestas: "Mis obras- dijo- no son para ser entendidas con el intelecto, sino con el pulmón". Noté cierta oposición absoluta respecto al Logos como mecanismo de comprensión, haciendo hincapié en que su obra, tratándose de materiales orgánicos y desarrollados de una manera en particular, emitían una "energía" que debía ser sentida por parte del espectador. A su vez, esta postura hacía alusión a una anterior, en la que un compañero de clase expuso a un poeta portugués, bajo la premisa de que su poesía era "imposible de ser interpretada".
Le debí haber preguntado al artista que si él sentía que la pasión debía prevalecer por encima del intelecto en el momento de la recepción de su obra, pero preferí guardar silencio, y escuchar la posterior intervención de la profesora, ya cuando el artista había salido del salón. De alguna manera, la presencia del creador en un ámbito académico delimita las opciones de diálogo, de la misma manera que jamás le diríamos a unos padres que su hijo tiene la nariz torcida, que tiene la pierna izquierda levemente más larga que la derecha, o que el tronco está desproporcionado. Hablamos, entonces, de que el espacio del doctorado funcionaba precisamente hacia la comprensión, análisis e interpretación de una obra artística.
Pero la idea me quedó sonando: ¿hasta qué punto debemos seguir al Logos cuando comprendemos una obra? Para Ueda, el Zen es simplemente sacudir un bastón; si leemos un haiku, probablemente nos vamos a dejar llevar más por un instinto estético y/o poético, sin saber muy bien qué es aquello que nos lleva hacia parajes jamás imaginados. "Despierta, despierta/ te tomo como amiga/ mariposa". En esta instancia, me siento incapaz de comprender el poema; simplemente llevo a cabo una apertura sensorial que me permita acudir a la sensibilidad poética que éste me exige. Sin embargo, me sucede esto, probablemente, por estar bajo la presencia de una cultura que me es ajena, que es otra. Puede que sea mi mecanismo de defensa literaria.
Sin embargo, puedo pensar en otras obras occidentales, que de manera alguna impiden que logre disfrutar de su dimensión poética una vez las someto a una disciplinada actividad del Logos. Analizar un texto literario no es muy distinto, como decía un profesor de Bogotá, que tomar un vestido o un pantalón, doblado al revés y revisar con lupa fina de qué manera funcionan sus texturas. El saber cómo funciona Pedro Páramo, por ejemplo, el reconocer cada una de sus estructuras y mecanismos poéticos no impide la rendición absoluta del corazón frente a una múltiple y polifónica historia de amor, a la tierra y a la mujer. Muchas veces, los cuadros que vemos en los museos no nos sorprenden por ya haberlos visto en múltiples reproducciones, sin contar con aquellas que el aura y el tiempo han magnificado más allá de la obra misma. No obstante, sólo puedo calificar de inefable lo que sentí cuando me postré al frente de "Las Meninas", de Velázquez, y esta sensación tomó dimensiones aún más considerables cuando vi por vez primera la versión de Picasso. No puedo dejar de imaginarme en el París de Papá Goriot una vez que he revisado mil y un veces todas las metáforas utilizadas para caracterizar esa capital del siglo XIX.
Ahora bien, existe un arte en el cual agradezco mi ignorancia teórica absoluta en el momento de apreciarlo; éste es, naturalmente, la música. Una vez escuché el primer movimiento de la Sexta Sinfonía de Beethoven con los ojos cerrados, intentando hacer un ejercicio de traducción literaria. Al abrirlos, sentí la humedad en el aire, el verdor del campo y el rocío en las manos. Tomé la carátula de la sinfonía, y leí el nombre la descripción del primer movimiento: "El despertar de los campesinos luego de la tormenta".
El Logos impulsa la pasión. Comprender aquello que la ejecuta es uno de los grandes placeres del análisis, de la misma manera que ignorar su procedencia es correr el velo y asomarnos a la oscuridad de la noche de los tiempos.
Pero la idea me quedó sonando: ¿hasta qué punto debemos seguir al Logos cuando comprendemos una obra? Para Ueda, el Zen es simplemente sacudir un bastón; si leemos un haiku, probablemente nos vamos a dejar llevar más por un instinto estético y/o poético, sin saber muy bien qué es aquello que nos lleva hacia parajes jamás imaginados. "Despierta, despierta/ te tomo como amiga/ mariposa". En esta instancia, me siento incapaz de comprender el poema; simplemente llevo a cabo una apertura sensorial que me permita acudir a la sensibilidad poética que éste me exige. Sin embargo, me sucede esto, probablemente, por estar bajo la presencia de una cultura que me es ajena, que es otra. Puede que sea mi mecanismo de defensa literaria.
Sin embargo, puedo pensar en otras obras occidentales, que de manera alguna impiden que logre disfrutar de su dimensión poética una vez las someto a una disciplinada actividad del Logos. Analizar un texto literario no es muy distinto, como decía un profesor de Bogotá, que tomar un vestido o un pantalón, doblado al revés y revisar con lupa fina de qué manera funcionan sus texturas. El saber cómo funciona Pedro Páramo, por ejemplo, el reconocer cada una de sus estructuras y mecanismos poéticos no impide la rendición absoluta del corazón frente a una múltiple y polifónica historia de amor, a la tierra y a la mujer. Muchas veces, los cuadros que vemos en los museos no nos sorprenden por ya haberlos visto en múltiples reproducciones, sin contar con aquellas que el aura y el tiempo han magnificado más allá de la obra misma. No obstante, sólo puedo calificar de inefable lo que sentí cuando me postré al frente de "Las Meninas", de Velázquez, y esta sensación tomó dimensiones aún más considerables cuando vi por vez primera la versión de Picasso. No puedo dejar de imaginarme en el París de Papá Goriot una vez que he revisado mil y un veces todas las metáforas utilizadas para caracterizar esa capital del siglo XIX.
Ahora bien, existe un arte en el cual agradezco mi ignorancia teórica absoluta en el momento de apreciarlo; éste es, naturalmente, la música. Una vez escuché el primer movimiento de la Sexta Sinfonía de Beethoven con los ojos cerrados, intentando hacer un ejercicio de traducción literaria. Al abrirlos, sentí la humedad en el aire, el verdor del campo y el rocío en las manos. Tomé la carátula de la sinfonía, y leí el nombre la descripción del primer movimiento: "El despertar de los campesinos luego de la tormenta".
El Logos impulsa la pasión. Comprender aquello que la ejecuta es uno de los grandes placeres del análisis, de la misma manera que ignorar su procedencia es correr el velo y asomarnos a la oscuridad de la noche de los tiempos.
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