Le Saint Amour

Alguna vez leí que en Barcelona hay alrededor de trece mil bares, y creo que me consta, así sea una ínfima parte de esta astronómica cifra. Sin importar sus olores, sus ambientes, su calidad estética o su carácter enigmático, siempre hay alguien dentro. Funciona, supongo, a partir de la dimensión de barrio: siempre en el Dadá está el mismo grupo de estudiantes, y en el del lado siempre está la misma viejita temblorosa tomando la misma coca-cola sin hielo. Tiene un perro café, bastante feo, que ya está acostumbrado al ritual de la bebida, y se explaya cuan corto es bajo la mesa metálica. La escena goza de una lugubridad atractica, máxime al comprobar siempre que la viejita sonríe.
No sé cuántos cafés hay en París; quince o veinte mil, no lo sé. Tomé cafés solo y acompañado, y siempre alrededor nuestro la misma escena: la mujer leyendo el libro recién comprado. Desde hace mucho cargo con la fascinación de revisar portadas ajenas, con la esperanza de haber leído el título. No sé que haría de comprobar que efectivamente el extraño y yo compartimos ese mismo título, pero estoy seguro de que no le preguntaría en qué parte va, cómo le pareció la muerte repentina del protagonista, o de qué manera cree que se resolverá. El café siempre demarca el límite entre la interioridad y la exterioridad: se sustrae del tiempo que corre en las calles, para adentrarse en ese otro que transcurre sin afanes dentro de las vitrinas relucientes. Allá fuera el mundo ruge, pero el café es el libro, es el segundo cigarrillo encendido y es el ticket sobre la mesa, el cuaderno abierto y la pluma sin cerrar.
La soledad de los cafés es sólo comparable con la de los muelles desiertos, hacia donde las olas se dirigen para morir solemnemente. Presenciamos de alguna manera un amor santo por los cafés melancólicos, porque contamos con la esperanza latente de alejarnos de una cotidianeidad que nos permita ser otros, con la delicadeza inherente de nuestra compañía. Es en ese pequeño palco del mundo, para usar las palabras de Benjamin, desde donde podemos alejarnos de la masa, y así situarnos en la perifiera de nuestro círculo.

Comentarios

Anónimo dijo…
"Afuera hay sol, yo me visto de cenizas"
La Jaula-Alejandra Pizarnik.

Aunque estos versos son algo lúgubres, se acercan un poco a ese saint amour...a lo que machado llamaba ensoñación.
Anónimo dijo…
Pasé mi adolescencia en los bares. Leí en ellos los libros capitales, mantuve las conversaciones precisas, bebí tanto como era debido. Mi madre, mujer admirable pero anticuada para algunas cosas, me decía desde chiquita que no estaba bien que una mujer entrase sola en los bares; nunca le hice caso. Tenía una selección hecha en función del propósito: el bar Lola del Born (ya no existe) era perfecto para leer sola a altas horas de la noche; el Mudanzas para emborracharse sin más compañía que la amargura (aún no estaba plagado de gente); al Alborada (tampoco existe ya) me llevó el hombre que me enseñó a amar; junto a ese mismo hombre descubrí el 2º Acto, bar que aún existe pero cuyo dueño, un hombre maravilloso, murió hace años, no volví a ir desde que él no está, pero ese sitio fue clave con aquel amante y con algunos amigos escogidos... Y el Café de la Ópera, donde leí Las Flores del Mal y cuyos camareros me preparaban, a precio normal, un vodka con zumo de naranja natural, y el Padam, puro trocito de París donde siempre sonaba el mismo disco de Edith Piaf, cuya dueña se disfrazaba para parecerse a ella...
Podría hablarte de muchos más, lugares emblemáticos donde aprendí a vivir, a fumar, a escuchar. Una Barcelona que ya casi no existe, quizá para dejar paso a una mejor, no lo sé; hace mucho tiempo ya que no frecuento aquellos lugares. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos...
Me pone un tanto triste pensar en estas cosas; la nostalgia será el alimento literario por excelencia, pero es una mierda.

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