El minotauro

El barrio Gótico de Barcelona es un laberinto, y jamás sabremos en qué momento nos encontraremos con el Minotauro. De lunes a jueves voy en bici hasta la universidad, que queda prácticamente al otro lado de la ciudad. Me gusta ir oyendo música mientras veo cómo va cambiando la arquitectura y el ambiente de cada uno de sus barrios. Hasta hace poco tenía mi ruta establecida: tomaba la ciclovía de Consell de Cent, y me iba en línea recta hasta el Passeig Saint Joan, por donde descendía con aire heróico hasta el Arco del Triunfo. Una vez allí, volteaba hacia la izquierda, rodeando el Parc de la Ciutadella, y no pasaba mucho hasta encontrarme de frente con la calle Wellington, ese gigantesco pasaje en donde se encuentran ciclistas, peatones y el tranvía. Me gusta el verde de esa recta, y no puedo negar la fascinación que siempre siento cuando tengo oportunidad de oír al león del zoo rugir a pocos metros, detrás de la muralla de ladrillo. El regreso era prácticamente igual, con la excepción de que tomaba Diputación como vía recta. Al cabo de un tiempo, caí en cuenta de lo aburrido que era siempre tomar las mismas rutas, reconocer las mismas calles, y sorprender a los mismos verduleros al frente de sus negocios. Fue entonces cuando decidí que la mejor estrategia para seguir conociendo Barcelona era intentar una ruta distina cada día, siempre y cuando el tiempo (el mío y el de la ciudad) me lo permitiera. Lo mejor de esta decisión, no puedo negarlo, es entonces el regreso, porque es precisamente cuando me dejo seducir por las calles del Gótico, y tomo hacia la izquierda y tomo hacia la derecha sin lógica alguna, intento perder el norte, olvidar dónde está Via Laietana, dónde están las Ramblas y a qué altura me encuentro del Mercat de Santa Caterina, sorprendiendo pasajes y aceras mal caminadas. Hoy, por ejemplo, decidí entrar por el Borne a la altura de la Calle Princesa, y apenas me di cuenta de que iba atravesando un terreno conocido, giré a la derecha sin pensarlo dos veces. No voy muy rápido en la bici, pero tampoco lo suficientemente lento como para estar atento a todos los nombres de las calles. Pero de alguna manera me gusta desconocerlos para así conservar sus senderos, sentirme verdaderamente en el laberinto. Huyo de las travesías organizadas, porque son esas las que nos devoran. Es inevitable no encontrar alguna calle que trae consigo el recuerdo de noches oscuras, alicoradas o caminadas, pero no es muy distinto de cuando caemos en cuenta de estar usando dos veces una palabra en la misma oración. Arremeto contra la lógica al entrar por las calles más oscuras, me obligo a olvidar la brújula luego de dos giros seguidos a la izquierda. No sé qué es lo que busco al no buscar nada, quizás es la fascinación de la búsqueda infructuosa, porque las calles se convierten en pasajes que me llevan hacia donde les dé la gana. Luego de infinidad de vueltas, que nunca se traducen en interminables horas debido a la extensión del barrio, llego por lo general al Portal del Ángel. Y siempre es la misma decepción, siempre es la misma congoja de la cotidianeidad, al darme cuenta de que tendré que atravesar, una vez más, las calles que tanto me gustan, pero que me gustaría olvidar para volver a sorprenderme.
El barrio Gótico de Barcelona es un laberinto, y creemos amar el sentimiento vertiginoso de encontrarnos al acecho de la bestia. Pero ignoramos un elemento común: el laberinto nos convierte en el Minotauro. De allí que nunca lo hayamos visto más que en espejos invisibles.

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