Un miedo infantil


¿Por qué ese repentino regreso al miedo infantil? Hace un par de noches tardé más de veinte minutos conciliando el sueño. Le temía a algo tan arbitrario como el diablo, a que un loco desnudo, dándose bendiciones, me mirara de puntillas, desde el borde de la cama. Al cerrar los ojos, lluvia de imágenes: cruces, cementerios, una cruz invertida. Estereotipos de miedo infantil. Al sueño sólo lo sucedía el despertar, y la respiración de María me resultaba miedosa. Me volví a sentir de ocho años, volví a sentir el miedo que corta la respiración, hiela los huesos, a la puerta del armario abierta o al saco que simula un bulto al fondo del cuarto. Ese miedo sólo atemperable con el cerrar de los ojos, pero que a su vez produce otro miedo: aquél de la ausencia de visión. Si cerraba los ojos, ¿qué estaba sucediendo en la oscuridad de mi cuarto, más allá de mis ojos cerrados? Entonces los abría, entonces el miedo a la visión acompañado al miedo de la no-visión. ¿Cómo es posible volver a temerle al diablo, a una figura corpórea? ¿Cómo es posible que años de experiencia fueron, durante esa noche, botados por la borda, y regresar de nuevo a ese terror inicial, ese terror sin nombre, asfixiado y asfixiante, que es la mención del diablo a un niño de ocho años? Es posible que eventualmente volvamos, temerosos y a la vez emocionados, a nuestros temores de infancia, donde todo carece de nombres y de vocales, donde el regreso nebuloso encarna lo incomprensible.

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