El viajero sin rostro

Pierre Sansot, en un apartado de su Poétique de la ville, describe con una lucidez asombrosa la llegada del viajero solitario a la estación de tren. Mientras que los viajeros que son esperados por familiares o amigos, el viajero sans visage goza de una soledad exquisita para poder caminar por la ciudad, siempre acompañado de su pequeña maleta. Esto lo convierte en un eterno viajero, no como un promeneur que atraviesa la ciudad con un destino fijo. Sin embargo, le es necesario, en un momento, dejar la maleta en otras manos, y así pasa a ser como cualquier otro. Me gusta pensar en ese momento de soledad, justamente mientras intento recordar las veces que he llegado solo a alguna estación de tren, sin tener nadie a quien saludar una vez desciendo del vagón. Llegar en avión es diferente, la ciudad se ve a lo lejos como un punto diminuto desde la ventanilla, y lentamente la vamos viendo más y más grande, hasta que se enciende la luz, nos abrochamos en cinturón, y de repente estamos en la puerta 14 del muelle internacional. La ciudad nos llega de sopetón, si bien pudimos apreciar las diminutas casas, y esto si el día está despejado.

Pero la llegada en tren nos obliga a entrar en ella pegados a la tierra, y no hay sopetón y no hay esbozo porque estamos a la misma altura de todos aquellos que en ese momento también están pendientes por la ventana. Me gusta llegar a Barcelona desde Cambrils porque casi cuarenta minutos antes puedo ver en el horizonte la antena de Montjuic. Hace un año tuve una escala de 11 horas en el aeropuerto de Caracas, pero eso es otra cosa: llegar a una estación de tren solo es un sentimiento que sólo puedo calificar de vitalidad. La pequeña maleta colgada del brazo o sostenida de la mano es un sinónimo del desprendimiento del viaje: no hace falta preguntarle al acompañante si le parece bien caminar hasta la cafetería, porque no hay a quien preguntarle; no hace falta buscar dos asientos libres, porque bien podemos poner la maleta sobre las piernas.

Tenía 18 años cuando llegué solo a la Victoria Station de Amsterdam. Ocho días después tomaría el vuelo de regreso a Bogotá, terminando así los cuatro meses de vida en París. Recuerdo esa sensación de llegar a una estación de una ciudad en la cual no vivía, solo; recuerdo pensar en cómo las demás personas veían la estación como ahora yo veo a Sants, conociendo que el baño debajo de las escaleras siempre está sucio, la entrada por la puerta 6 está dañada y bien podría tomar un tren de cercanías sin tener que pagar, o saber que la máquina de cambio está en la isla central. Recuerdo, sobre todo, el olor: un olor frío, condensando una humareda sólo permitida en esa ciudad, que en esa temprana edad aún no podía reconocer. En cuestión de minutos el muelle se despejó, y recordé que estaba en Amsterdam, solo: si bien algo me podía pasar, en ese momento sentía mi destino latir en mi pequeña maleta. Me tomé mi tiempo, hasta que, antes de bajar las escaleras, se me acercó alguien a ofrecerme un hostal no muy lejos: recuperé entonces mi rostro. Cuando trabé diálogo, comenzó la experiencia: diez horas después, me estaban atracando con un puñal en un callejón oscuro de la Red Zone. Tomé un tren al día siguiente, queriendo evitar a toda costa cualquier contacto con la realidad que tan mal me había recibido luego de haber llegado solo a la estación. Estuve alrededor de siete horas en el museo Van Gogh, sintiéndome protegido por las paredes que allí me encerraban. Sentí que se burlaban de mí hasta en el tren de regreso. Al llegar a la Gare du Nord, volví a sentir mi soledad. Pero fue una soledad, entonces, que me resguardaba de cualquier acechanza del destino.

Comentarios

JML dijo…
Te entiendo, amigo Hoyos, lo que ves, lo que hueles... participo de todas esas emociones, yo que también soy un amante de los caminos de hierro.

Un saludo

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