Now is the winter of our discontent

Aún no logro acostumbrarme al cambio de las estaciones. Siento que domino el espacio hasta el momento en que el sol cambia de color, es necesario llevar un saco, el gris predomina. Es entonces cuando soy más consciente que nunca del tiempo, de su paso y de su acontecer. Y no solo es el cambio de colores naturales o de fachadas de edificios, sino el cambio de aquello que define la modernidad de una ciudad: la moda. Es necesario cambiar de posición las prendas del armario, guardar en el fondo del armario o dentro de una caja al fondo del armario las chanclas que acompañaron, y también las sandalias del otoño. El guardarropa de la entrada vuelve a ser visible, y las pantalonetas se ahogan entre ropa de lana al fondo del cajón. Y con todos estos complementos también cambian los objetos encontrados de las calles: ya no son camisetas sino bufandas, ya no es una sandalia solitaria sino un gorro maltrecho. También, sobre todo, es la pareja de guantes. Su aparición es inmediata. En todas partes, de manera estrepitosa. Están en el metro, en el bus, en la calle y hasta en la propia casa.
Yo jamás los perdería. Si algo he aprendido en estos dos inviernos pasados es lo que el frío me hace en las manos. Me seca los nudillos, pelándolos, hasta el momento en que alcanzan a sangrar un poco. Es horrible, sobre todo cuando he olvidado la crema humectante en la casa, y ya me doy cuenta que falta mucho para llegar a casa. Todo se complica aún más cuando voy en bici, porque el frío estático es algo, pero esto es liviandad en comparación al frío en movimiento. Cuando llego a algún recinto cerrado, llego con una máscara fija, la de la sonrisa o la de labios en asombro, porque parece como si el viento me ha robado la facción, y entonces debo esperar un poco para gesticular. Jamás dejaría mis guantes abandonados por ahí, al lado de periódicos ya leídos, páginas sueltas, y una que otra bufanda que ha caido antes de que cerraran las puertas del metro.

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