Un rostro irrepetible

Hace poco leí, no sé si en una novela corta de Nerval, que cuando alguien muere desaparece un rostro irrepetible. Me quedó sonando esa idea, sobre todo en relación a los sueños (quizás por esto tengo la impresión que la leí en Aurelia, pero no estoy del todo seguro). Pensé en todos los rostros irreconocibles con los que he soñado, así fueran de personas desconocidas o conocidas (la lógica de los sueños que reemplaza un nombre conocido con un rostro extraño). Entonces se me vino a la mente un proyecto imposible que a su vez podría demostrar una idea también imposible: crear una base de datos de imágenes de todos los rostros del mundo, y clasificarlos por categorías precisas, dependiendo de cada uno de sus rastros (ojos separados, nariz aguileña y pelo bermejo, orejas que recuerdan alpes o mejillas sonrosadas como las de Briseida, etc.). Al despertar de un sueño en el cual apareció un rostro desconocido, poder buscarlo y saber si ese rostro efectivamente existe. Sería increíble poner un nombre real a todas las creaciones de lo sueños, dándonos una idea inconmensurable de las correspondencias entre el mundo de vigilia y el mundo del sueño. Pero siempre está el riesgo, diría la amenaza, de que ese rostro irrepetible no exista en el mundo real, siendo así una creación de nuestra mente—creación, no obstante, tan real como el rostro del vecino, en la medida en que la dimos por cierta gracias a una sensación legítima, la que aceleró los latidos del corazón si estábamos en una escena peligrosa; por esto a veces pienso que lo que define la realidad no es el ver o el escuchar, sino el sentir. Ahora bien, una noche precisa, que bien puede ser cualquier noche del mundo, todos los humanos soñamos con un rostro irrepetible y desconocido para nosotros los sujetos soñadores. Cada uno de nosotros accede a esta base sólo para saber que ese rostro no existe más que en nuestra memoria del sueño, pero aún así la dimos por verdadera en la emoción que nos proporcionó. Por lo tanto, no habitaríamos en esta realidad—asumiendo que el sueño es tan real como la vigilia— seis billones y medio de personas, sino trece billones, uno más por cada sujeto soñador. Trece billones de rostros, por demás, irrepetibles e irreconocibles.

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