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Mostrando las entradas de agosto, 2007

Esperando a Morfeo

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Mi sueño, como intuyo que el de cualquier otro mortal, es caprichoso. Hay épocas en las que lo concilio de inmediato, sin siquiera pensar que me estoy durmiendo; pero hay otras en las que me veo como un espectador pasivo en el juego que necesariamente implica la llegada del sueño, como me ocurrió precisamente anoche. Ya había pensado en escribir algo que estuviera relacionado con la llegada del sueño, y ayer, precisamente, experimenté de nuevo lo opuesto a aquello sobre lo que quería escribir, que es la pasividad absoluta, la gélida situación que es estar en cama, durante más de dos horas, a la espera, no precisamente de Godot, pero en este caso de Morfeo. Y no, no me refiero al insomnio, porque éste tiene un lenguaje en particular que, ajeno a toda lógica, nos debilita en el momento de enfrentarlo: las decisiones son imperceptibles, nos sentimos desahuciados, como niños pequeños. Pero ayer fue distinto, porque en realidad quería dormirme, luego de haber sentido que el sueño estaba lle

Dos cuchillos en cruz

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El sábado, un par de horas después de haber terminado la entrada que precede ésta, llegaron de visita Martín , Anita y Miguel. Hicimos el almuerzo, tomamos un par de cervezas, y después bajamos por la calle de las Acacias hacia la playa. Como siempre, iba viendo los nombres de las casas, hasta dar con una que desde siempre me llamó mucho la atención, puesto que era la vivienda de un paleta (maestro de obras, en colombiano) que vivía sobre la calle, y desde la primera vez que bajé por ésta, leía el mismo letrero con letras negras y grandes que decía"Pintor", y un numero de móvil. A él lo habíamos visto ya muchas veces. Hacía un par de días, justo antes de mencionar en voz alta el letrero, y al día siguiente mientras yo daba una vuelta en bici por el paseo marítimo. Esa vez llevaba una bolsa del Día, y su bici iba lenta, y él con cara pensativa. Ese sábado pasamos al frente de su casa a eso de las 3 y luego 6 pm, y ninguno siquiera intuía lo que sucedería seis horas d espués.

Wildeana

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Hay fantaseos que nos sitúan en situaciones extremas, así no tengamos la certeza de hasta dónde llega la realidad y hasta dónde dejó de existir la ficción- si eso, de alguna manera, es posible. Estábamos ayer tarde en el cuarto de la tele con María, ella pendiente de cualquier programa y yo terminando de satisfacer un impulso casi infantil sobre un juego de computador que hace poco me pasó un compañero de piso. En la tarde habíamos ido a comprar una cámara de fotografía y una tarjeta de memoria, pero eso, para el momento que ahora relato, había sido ya hacía unas cuatro horas. Cuando decidí sustraerme del juego del pc, vi unas llaves con un extraño llavero encima de la mesa, a escasos centímetros del mouse con el cual estaba jugando. Le pregunté a María por las llaves y ella, asombrada, me dijo que no las había puesto ahí. No me tomó mucho reconocer que esas llaves eran las mismas de la casa: la de la puerta principal, la del garaje, la del trastero. Y fue entonces que comenzó el fant

Travesía musical

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He estado los últimos días inmerso en una colección de música que un primo me pasó en mi estancia bogotana. La cantidad de música es mastodóntica: el top 100 del billboard desde 1956 hasta 2002. Hablamos algo así de 5000 canciones, pasando por todos los géneros que desde entonces han venido apareciendo; géneros, claro está, que hayan puntuado a su manera en la lista norteamericana. La relación que he tenido con cada década es apenas natural: la década de los 50's me ha dado la oportunidad de adquirir las melodías que he oído en clásicos del cine, cuando ser rebelde era llevar una chaqueta de cuero negro; los 60's han sido un poco más comprensivos, en la medida en que reconozco una que otra canción, salida de gargantas hippies, entre humaredas de marihuana y sangre ácida recorriendo los atardeceres de San Francisco. El funk y disco de los setentas me han dado un boleto gratis, barra libre y libre acceso, a los clubes y discos más exitosos de Nueva York. En cambio, los ochentas

Los doce trabajos

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Hoy, de nuevo regando del césped en horas de la tarde para aprovechar la humedad que reina en el ambiente. Pensé en la necesidad de llevar a cabo, de vez en cuando, trabajos que no impliquen marcadores de páginas, lápices afilados o computadores encendidos. Un trabajo que implique la separación del espacio por divisiones, y llevar el agua como trazando líneas, pendiente de la manera como el pasto cambia de color para comprobar qué tanto ha permeado el agua la superficie seca. Ya lo había pensado una vez, que me ofrecí en mi finca para pintar unos postes de una cerca alambrada, y darle unas manos de pintura a unas pesebreras abandonadas. Esa vez, era necesario primero aplicar el inmunizante para evitar ataques de insectos, y después dos capas de una pintura color madera, que a su vez era impermeable. Nunca he sido bueno para las manualidades, entonces pienso en trabajos que impliquen un esfuerzo físico y sentir el sol golpear en la cara. Quizás por esto siempre he sentido fascinación p

Caracol en la tarde

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Regando el pasto—una vez ha caído el sol, para así aprovechar más la humedad que reina en al ambiente— me encuentro a mis pies lo que parece ser una concha marina. Es mi primera idea, dada la cercanía con el mar, y eso que en esta playa son más bien pocas las conchas que he visto. Reconozco su figura circular, su diseño café entre el tono marrón, y caigo en cuenta de que es un caracol. No recuerdo cuándo fue la última vez que vi a un caracol, a esta corta distancia, sin necesidad de un vidrio que me separe de él. Cerré el agua, y entonces salen primero las dos antenitas babosas, luego su cuerpo se va explayando, y convencido de que le interrumpí el almuerzo tardío, o quizás la merienda una vez cae el sol, me dispongo a ver la manera como, a una lentísima velocidad, se comerá el pasto que se ve gigante a su lado. Pero no; las antenas, presuntamente, le indican que el agua se ha detenido, que no hay sonido ni movimiento alrededor, entonces emprende su camino que es, como el de las tortu

Un sueño en Alsacia

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Hace un par de noches tuve un sueño creativo. En compañía de algunas personas, entraba en el primer piso de mi finca. Entonces veía sus portales carcomidos, en la semioscuridad de la noche, y el espacio grande y amplio aún sin distribuir. Comprendí entonces que estaba entrando en el primer piso de lo que debió haber sido mi finca hace unos 120 años: estaba entrometido en algún tiempo ajeno, en un tiempo al cual no pertenecía. Medité sobre el tema en el sueño, y entonces tuve la revelación para un relato o corta novela juvenil: un niño entra en algún cuarto olvidado de su finca, y encuentra un baúl cuya tapa está bordada con siluetas doradas. Al abrirlo, ve algo; no supe muy bien qué, pero al cerrar el baúl y salir del cuarto, se daba cuenta de que hacía falta una de las puertas que normalmente hubiera encontrado en la habitación adyacente al cuarto olvidado. Camina un poco más, y el samán lóngevo que siempre ha dado sombra es apenas un matorral. Cae en cuenta de que al abrir el baúl, s

Noche estrellada

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En Cambrils. Me gusta salir en las noches a fumar un cigarrillo, al frente de la calle solitaria y oscura, mínimamente iluminada por algunos faroles de la calle. El mar está cerca, pero el silencio es absoluto. No extraño el sonido de los carros, las sirenas de las ambulancias saliendo o entrando del Hospital Clínic, nada de eso, porque esta oscuridad es y siempre será silenciosa. Entonces miro las siluetas alrederor, el árbol de melocotones que está dando sus frutos, los carros desocupados que están parqueados a los lados de la calle, y en ese medio círculo mi cara se alza al cielo, y veo las estrellas. Llevaba mucho tiempo sin mirarlas en una noche oscura, y caigo en cuenta de que todo el mundo debe detenerse de vez en cuando a mirar las estrellas, así como debe conocer el desierto. Intento buscar la Osa Mayor, la única constelación que puedo reconocer, pero me es imposible. Entonces explayo mi mirada alrededor del cielo estrellado, no hay una sola nube en el cielo, y me podría qued

Luz de agosto

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La universidad, en agosto, parece Comala. Veo figuras caminar por los pasillos, al otro lado de esta segunda planta, pero cuando giro la cabeza me doy cuenta de que está desolada. Hace un rato bajé a la biblioteca buscando un libro de Carlos Fuentes, y había unos pocos estudiantes sentados en las mesas. Todos vienen a resucitar asignaturas perdidas durante el año, el ritual de perderse el sol en aras de la recuperación académica. O yo, que vengo a revivir todo aquello que se iba deslizando al olvido durante mis vacaciones bogotanas. Me asomo por la ventana desde mi despacho, y veo que en la calle hay actividad: pasan turistas camino a la playa, otros suben de ella, descamisados y hablando con voz fuerte. La calle está luminosa, esa luz amarilla y penetrante del sol de verano, que contrasta con un cielo azul impoluto. Pero dentro del edificio no pasa nada, ni siquiera la luz. Escucho a lo lejos el ronroneo de algún generador eléctrico, o posiblemente del aire acondicionado central. El

Back in town

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Luego de haber puesto mi sueño en orden, decidí que era momento de salir a enfrentar la ciudad, camino hacia la uni. Entonces el sol estaba medianamente implacable, un viento cálido recorría la calle Calabria, y di fácilmente con la primera estación de Bicing. Entonces bajé por la Calle Comte Borrell, esperando el recorrido preciso para conocer de nuevo la ciudad (porque se conoce una y otra vez), sin saber por dónde iría pero convencido de que en cualquier momento me llegaría, como un rayo luminoso, entonces decidí girar por Gran Vía, y a la altura de Plaza Universitat, tomar la calle Tallers. Estaba en obra, cosa que me gustó, porque implicaba necesariamente tomar un recorrido alterno. Giré a la derecha pasando al frente de la nueva facultad de la UB, y luego fue la calle Elisabets, pasando la Plaza Bonsuccés, y así bajé por unas Ramblas atiborradas de turistas, pieles morenas y, extrañamente, poca cerveza. Al pasar al frente del Palau de la Virreina recordé a Martina, quién sabe en

Viajero

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En Charles de Gaulle. Nunca el equipaje me había jugado una mala pasada (debo decir, más bien, pesada). En Bogotá, me fue necesario dejar de lado casi cuatro kilos, en los que incluyo, lastimosamente, un regalo que le enviaba a Miguel su madre, un saco amarillo que compré hace un par de meses de una textura deliciosa, y un litro de aguardiente de Caldas. Creyendo que todo había pasado, me embarqué sin problema, dedicándome, como siempre lo hago en los viajes nocturnos transtlánticos, a la imperiosa atmósfera nocturna del avión, a una lectura somera de un libro de Hemingway, y a un par de películas, algunas ya vistas, otras recién conocidas (la segunda vez que me pasa con Hemingway: leí The Sun Also Rises camino a los Sanfermines; ahora, A Moveable Feast , rumbo a París. Es una lectura, verdaderamente, pasajera ). Me llamó la atención, entre mis lecturas, que hay escritos en mi pasaporte dos nombres, uno en la contraportada, otro en la página final: Oscar y Marcela. ¿Quiénes serán esto

Última noche bogotana

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Son las diez en mi última noche bogotana. Seis semanas han pasado de manera estrepitosa, y sólo puedo pensar en aquella dicotomía señalada y sufrida por José Fernández y Andrade, a la que se refiere como la aparición del yo intelectual y del yo sensual . He estado seis semanas bajo el hechizo y amparo de yo sensual , dejándome llevar por los sentidos y todo aquello que place a mi sensualidad, para ahora, a un día del viaje que me llevará de nuevo a tierras barcelonesas, tener la impresión de que no leo hace más de un mes, que no me he dedicado a todos los aspectos del doctorado, mi tesis ha quedado botada en alguna esquina del camino, y no pienso en Breton, Aragon o Cortázar hace ya más de seis semanas. En este momento, en una madrugada de verano, mi despacho en Barcelona tendrá los mismos papelitos que dejé pegados a la pantalla del computador, para, al regresar, recordar de inmediato las fotocopias que debo sacar, las lecturas inconclusas, la tesis en general. Esos papelitos serán e

La fila

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Hacer fila puede ser fácilmente una de las grandes características de la civilización. Sería interesante descubrir en qué momento alguien logró organizar, de manera tan sencilla, eventos tan caóticos. Hace un par de días estaba en el banco; como no se puede hablar por teléfono celular desde allí, el hombre que estaba adelante mío, apenas escuchó su timbre particular, me pidió que le guardara el puesto, y salió del banco. Yo me quedé pensando en el valor simbólico que tiene el cuidar el puesto del otro, del desconocido. Tardó más de quince minutos, los mismos que le tomó a la fila avanzar hasta que quedé a tres personas de la ventanilla. Pensé que si llegaba mi turno, no podría seguir cuidándole el puesto al hombre, obligándome a incumplir mi palabra. ¿Pero qué palabra era esa? Hay un acto casi impúdico en confiar tanto en el desconocido para cuidar el puesto que es, en otras palabras, usar el tiempo perdido de la fila en otros eventos más fructíferos. Yo también lo he hecho en algún mo

El oso polar

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Increíblemente, me vienen persiguiendo los programas sobre osos polares. Tratándose de mis últimos días en Bogotá, le saco el máximo provecho a mi casa. Me dejo tomar la tarde en el sofá de cuero gris, al lado de un ronroneante Figo, y no hago esfuerzo alguno cuando la tele queda en algún canal sobre animales. He visto de peces, de mariposas y de cocodrilos-afortunadamente, nada de leones o tigres. Pero más de una vez caigo sobre el mismo paraje: un oso polar caminando el desierto ártico, un oso polar manchando el paisaje blanco con la sangre de una foca, un oso polar encontrando la guarida de una cría de foca. La placidez de su rostro, la oscuridad de sus ojos, la contundencia de sus patas, me recuerda parajes nunca antes vistos. Agradezco a la vez que maldigo el no encontrarme en la esquina polar, conociendo de primera mano la esencia de la soledad, y la irremediable sensación de estar perdido-lo mismo me sucede cuando pienso en el cielo a gran altura, o en el océano a gran profundid