Wildeana

Hay fantaseos que nos sitúan en situaciones extremas, así no tengamos la certeza de hasta dónde llega la realidad y hasta dónde dejó de existir la ficción- si eso, de alguna manera, es posible. Estábamos ayer tarde en el cuarto de la tele con María, ella pendiente de cualquier programa y yo terminando de satisfacer un impulso casi infantil sobre un juego de computador que hace poco me pasó un compañero de piso. En la tarde habíamos ido a comprar una cámara de fotografía y una tarjeta de memoria, pero eso, para el momento que ahora relato, había sido ya hacía unas cuatro horas. Cuando decidí sustraerme del juego del pc, vi unas llaves con un extraño llavero encima de la mesa, a escasos centímetros del mouse con el cual estaba jugando. Le pregunté a María por las llaves y ella, asombrada, me dijo que no las había puesto ahí. No me tomó mucho reconocer que esas llaves eran las mismas de la casa: la de la puerta principal, la del garaje, la del trastero. Y fue entonces que comenzó el fantaseo: ¿cómo habrán llegado las llaves hasta ahí, hasta un sitio tan evidente, tan claro y tan abierto? Recordé mis actividades, infurctuosamente, puesto que no recordaba haberlas tomado. Ella me dijo que lo más probable era que las hubiera encontrado en algún cajón y, en un impulso sin sentido, las hubiera sacado de allí. ¿Pero para qué las hubiera tomado, si ya contábamos con otro juego, que es el que constantemente utilizamos? Pensé de inmediato en la posibilidad de que alguien hubiera entrado a la casa y hubiera dejado las llaves encima de la mesa. Algún vecino, algún conocido, puesto que muchas veces a lo largo de la cuadra los vecinos comparten llaves para así, si alguno está ausente, contar con un fácil acceso a la vivienda. Sin embargo, recordé que, cuando llegamos de las compras, la puerta principal estaba cerrada con llave. Y luego la macabra deducción: la persona que hubiera entrado a dejarlas, había puesto el cerrojo desde dentro de la casa. Por lo tanto, había un tercero entre nosotros.
La situación fue tensa. No quise decirle a María mi conclusión (si es que así se puede llamar) de los hechos, puesto que me parecía que sería una exageración sin sentido, máxime desconociendo la barrera entre la ficción y la realidad. Ya había entrado en la sala principal y en la cocina, y no había actividad alguna. Entonces concluí que quien fuera que hubiera entrado, estaba en el piso de arriba, en el piso de las tres habitaciones, a donde nos disponíamos a ir dentro de poco a dormir.
Recordé un macabro cuento en alguna ciudad. Por cualquier motivo, o siguiendo la leyes del género que no explican a cabalidad la manera como lo consiguió, un enfermo mental logra introducirse a una casa de familia sin ser visto. Camina entre sus pasillos, hasta dar con un cuarto con la puerta cerrada. Decide entrar en él, y está a oscuras, desocupado. La dueña del cuarto, una universitaria de no muchos años, llega justo a cenar con sus padres, y luego de ver un poco la tele, se despide deseando una feliz noche. A la mañana siguiente, pasan las horas y la estudiante no sale del cuarto. Ya sabemos todos la conclusión. Cuando la madre abre la puerta, su visión es infernal.
Caminé hasta el segundo piso con la tranquilidad de no encontrarme nervioso, pero con la imperiosa necesidad de tener que revisarlo todo. Entraba en mi lógica que alguien apareciera de súbito. Entré a cada uno de los cuartos, y revisé debajo de las camas, entre los armarios, todo sin hacer ruido y no asustar a María. Cuando activamos la alarma de abajo, sentí tranquilidad: si la persona se encontraba en el piso de abajo, bastaba con un movimiento para activarla y así alertar a la policía. Y ya estaba seguro de que no había nadie en el segundo piso.
Viendo una peli y conciliando el sueño, volví sobre lo sucedido. Pensé en la manera como las llaves pudieron haber llegado hasta allí. Intenté imaginar a quien hubiera sido el intruso, dónde estaría, que vestimenta llevaría. Hubo un momento en que le dije algo a María, y pensé que lo más probable fuera que nos estuvieran escuchando. En estado de duermevela, -¡tonto de mí!- recordé que yo mismo había sacado las llaves de un cajón, en un impulso ciego, para abrir la envoltura de la tarjeta de memoria. Paranoia expulsada, pude sentirnos solos.
Me pregunto si hubiera pensado en todo esto si no hubiera leído todas las novelas de terror, policíacas, negras o detectivescas, si no intentara una y otra vez hacer que la vida se parezca al arte más de lo que el arte se parece a la vida, como bien dijo Wilde. Pensé, entonces, que de haber estudiado otra cosa, de dedicarme a otra cosa que no fuera la literatura, jamás habría llegado hasta la sensación de compañía intrusa, o jamás hubiera subido al segundo piso pensando en que alguien podría aparecer (se me ocurrió, de hecho, sacar un cuchillo de la cocina, pero ésto me hubiera parecido exagerado, incluso a mí). Ya lo dijo Wilde: "Things are because we see them, and what we see, and how we see it, depends on the Arts that have influenced us."
Bendito Wilde, como siempre.

Comentarios

Olive Oil dijo…
Camilo, qué placer poder leerte...me ha gustado mucho esta historia, pero creo que tengo otra conclusión diferente: Eres Bogotano, ergo eres paranoico.

Recuerdo que cuando fuimos a la casa de la madre de Santi en Bogotá, siempre conectaban la alarma con religiosidad casi morbosa...y cuando volvíamos la de "rumba" a altas horas de la madrugada, su madre nos esperaba con la puerta de su dormitorio abierta de par en par y cuando nos sentía llegar se levantaba entre sueños y gritaba con voz de ultratumba: ¡¡Quién anda ahíii!!

¡Que sustos nos pegábamos! Y pensar que en mi casa NADIE nunca supo el código de la alarma...

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