El oso polar


Increíblemente, me vienen persiguiendo los programas sobre osos polares. Tratándose de mis últimos días en Bogotá, le saco el máximo provecho a mi casa. Me dejo tomar la tarde en el sofá de cuero gris, al lado de un ronroneante Figo, y no hago esfuerzo alguno cuando la tele queda en algún canal sobre animales. He visto de peces, de mariposas y de cocodrilos-afortunadamente, nada de leones o tigres. Pero más de una vez caigo sobre el mismo paraje: un oso polar caminando el desierto ártico, un oso polar manchando el paisaje blanco con la sangre de una foca, un oso polar encontrando la guarida de una cría de foca. La placidez de su rostro, la oscuridad de sus ojos, la contundencia de sus patas, me recuerda parajes nunca antes vistos. Agradezco a la vez que maldigo el no encontrarme en la esquina polar, conociendo de primera mano la esencia de la soledad, y la irremediable sensación de estar perdido-lo mismo me sucede cuando pienso en el cielo a gran altura, o en el océano a gran profundidad. Los dos espacios, por obvios motivos, son imposibles para mí: jamás llegaré a ellos. Pero creo que el desierto ártico bien puede reunir las dos características de éstos, y quizás por eso es que la tele se queda por ahí mostrándolos. Habrá que visitar el desierto. Y luego, el ártico.

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