La fila


Hacer fila puede ser fácilmente una de las grandes características de la civilización. Sería interesante descubrir en qué momento alguien logró organizar, de manera tan sencilla, eventos tan caóticos. Hace un par de días estaba en el banco; como no se puede hablar por teléfono celular desde allí, el hombre que estaba adelante mío, apenas escuchó su timbre particular, me pidió que le guardara el puesto, y salió del banco. Yo me quedé pensando en el valor simbólico que tiene el cuidar el puesto del otro, del desconocido. Tardó más de quince minutos, los mismos que le tomó a la fila avanzar hasta que quedé a tres personas de la ventanilla. Pensé que si llegaba mi turno, no podría seguir cuidándole el puesto al hombre, obligándome a incumplir mi palabra. ¿Pero qué palabra era esa? Hay un acto casi impúdico en confiar tanto en el desconocido para cuidar el puesto que es, en otras palabras, usar el tiempo perdido de la fila en otros eventos más fructíferos. Yo también lo he hecho en algún momento, pedirle a alguien que me cuide el puesto mientras hago algo. Pero las personas no tienen la obligación de cuidarlo, de la misma manera que contestó el hombre que estaba con su hijo a tres o cuatro puestos del mío: cuando un señor le pidió el esfero prestado, éste contestó que lo usaría de inmediato. Pensé que hubiera sido más sencillo decirle que no, pero así somos los colombianos en algunos aspectos. Pero pensé, igualmente, que no hay por qué prestar el esfero. Dos días atras, en el Ministerio de Relaciones Exteriores, me tocó esperar alrededor de 200 turnos para ser atendido. Cuando estaba a punto de que me tocara, un hombre al lado me pidió un esfero, y yo tenía mi pluma amarilla que cuido con la dedicación de un joyero. La presté de mala gana, y sentí nervios al pensar que fuera mi turno de la ventanilla mientras que el otro seguía con la pluma, que fue efectivamente lo que pasó. Apuré mi paso, sin perderlo de vista. Pero se la presté.
En Barcelona no se hacen filas en los bancos. Simplemente se llega y se pregunta, "¿Quién es el último?", y así se garantiza el puesto. Pero no deja de ser un contrato verbal: tú me dices que eres el último, pero lo has dejado de ser con mi llegada. Ya no te preocuopes por quien vaya a entrar.
El hombre regresó a los pocos minutos que fuera mi turno de la ventanilla, y se posesionó de su puesto. Me dio las gracias. ¿Pero qué agradece? Bien podría decirle que perdió el turno, que perdió su lugar en la fila, pero hubiera sido una tontería, una discusión perdida con tal de ganarme tres minutos de espera. Puedo argüir mala memoria, y digo que nunca lo he visto en la vida. Pero el puesto que estaba ocupando no era el mío: era el suyo.

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