El metro
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Ahora, tiempo después, mi predilección por el metro es "vana, variable y ondeante". Reconozco en el metro su calidad de pasaje, de dinamismo, de galería donde vemos a los enamorados, a los árabes, a los latinos, a los colombianos, al gamberro, al pirobo, al okupa, al punkarra, al stylish, al niño que viene del cole, al hombre que viene del mercado, al ejecutivo que va de prisa. Vemos siempre el que llega muy tarde, pero también al que llega muy pronto; en otro blog hemos comprobado el inherente juego de las miradas que se suceden en las vías del tren. Pero esto no sucede en el metro: allí, todos parecemos destinados al cadalso, y prevalece la negación de la mirada, sea a través de un reflejo, sea a viva mirada. En algún capítulo de Rayuela Oliveira le dice a Gregorovius que las nekías (los viajes al infierno) se han abaratado: prueba de ello es el metro a las seis y media de la mañana. Pero yo no creo que el metro sea un infierno, sería demasiado luminoso, el tiempo se fragmentaría y las distancias se harían cortas. No; el metro no es eso. El metro es un camino rápido y fácil hacia éste. Es así como comprendo las bocanadas de viento hirviente que surcan los senderos que conducen hacia lo desconocido, conectados a través de rieles. Todos hemos tenido esa sensación poética cuando vemos el metro a lo lejos: la luz que se enciende y apaga, señalando la llegada del gran gusano. Pero la rapidez de la escena nos fulmina: el estatismo en el que el viente continuará luego del rayo de luz será difícilmente reconocioble, máxime sabiendo que jamás estaremos allí para comprobarlo. Por esto, el metro es un guiño de lo prohibido.
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