El metro

El metro barcelonés, con sus usuales retrasos y viento recalentado. Esta mañana me vi en la obligación de tomar el metro porque debía estar temprano- como lo estoy ahora mismo- en la universidad. Cuando no hay tiempo, cuando no hay divertimentos, siempre podemos contar con el metro. Venía oyendo el disco Dopádromo de los Babasónicos, y entonces la música, ese conductor sentimental, me condujo por los senderos subterráneos hacia otro yo, hacia otra ciudad y hacia otro tiempo. Hace ya casi diez años, conocí París; llegué, entre otras cosas, con un casette grabado por unos amigos, y una agenda en la que debía anotar meticulosamente todas mis impresiones. Estos dos objetos se convirtieron para mí en botes salvavidas en un constante mar de leva. Mis pretensiones, apenas evidentes cuanto más ingenuas, consistían en recorrer el metro a través de una óptica cortazariana que me permitiera perseguir, sin caer en cuenta de que yo, en últimas, era el verdadero perseguido por todo lo que había dejado en Bogotá. Música de fondo, en medio de intentos (vale la pena admitir que la escena era bastante argentina): Dopádromo de los Babasónicos.
Ahora, tiempo después, mi predilección por el metro es "vana, variable y ondeante". Reconozco en el metro su calidad de pasaje, de dinamismo, de galería donde vemos a los enamorados, a los árabes, a los latinos, a los colombianos, al gamberro, al pirobo, al okupa, al punkarra, al stylish, al niño que viene del cole, al hombre que viene del mercado, al ejecutivo que va de prisa. Vemos siempre el que llega muy tarde, pero también al que llega muy pronto; en otro blog hemos comprobado el inherente juego de las miradas que se suceden en las vías del tren. Pero esto no sucede en el metro: allí, todos parecemos destinados al cadalso, y prevalece la negación de la mirada, sea a través de un reflejo, sea a viva mirada. En algún capítulo de Rayuela Oliveira le dice a Gregorovius que las nekías (los viajes al infierno) se han abaratado: prueba de ello es el metro a las seis y media de la mañana. Pero yo no creo que el metro sea un infierno, sería demasiado luminoso, el tiempo se fragmentaría y las distancias se harían cortas. No; el metro no es eso. El metro es un camino rápido y fácil hacia éste. Es así como comprendo las bocanadas de viento hirviente que surcan los senderos que conducen hacia lo desconocido, conectados a través de rieles. Todos hemos tenido esa sensación poética cuando vemos el metro a lo lejos: la luz que se enciende y apaga, señalando la llegada del gran gusano. Pero la rapidez de la escena nos fulmina: el estatismo en el que el viente continuará luego del rayo de luz será difícilmente reconocioble, máxime sabiendo que jamás estaremos allí para comprobarlo. Por esto, el metro es un guiño de lo prohibido.

Comentarios

Raúl Mena dijo…
Oigo a menudo cómo la nueva forma de suicidio en la gran metrópolis es lanzarse a las vías del metro. No es una acción vana porque paraliza el incesante movimiento de la ciudad subterránea. Tu muerte sobresalta a los viajeros, les enerva porque les obliga a pensar un trayecto alternativo y si intuías que habías perdido la posibilidad de ganarte el cielo tu decisión abarata el coste del trayecto hacia la morada infinita. Si Fausto lo hubiera sabido, sin dudarlo un momento, hubiera bajado a coger el metro para ir a buscar a Elena y mostrársela al Emperador.

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