Regreso al metro

Dada la nueva ubicación de mi casa, me es completamente necesario descubrir las distintas maneras en que puedo llegar a ella, ya sea en bici (buscando estaciones de bicing, en donde puedo tomar o dejar la bici tomada), bus o metro. El bus lo tengo claro, ya que está a dos cuadras: la línea 41 que en una media hora me deja a dos cuadras de la uni, pero que cuenta con la gran alegría de que la estación de regreso queda exactamente al frente de mi casa. Siempre que veía estaciones así, pensaba en la alegría de aquél que, una vez su hubiera bajado del bus, se encontraría de frente con su hogar. Ahora, este es mi caso. No hay mayor novedad, no obstante, con la línea de bus: es la 41, la misma que a veces tomaba para ir a mi casa en Viladomat.
Sin embargo, lo que ha cambiado definitivamente es el metro. Cuento con la L1, que atraviesa parte de la ciudad transversalmente, acercándome a Plaza Universitat, Plaza de Cataluña, Urquinaona y Arco del Triunfo en menos de quince minutos. La estación más cercana, Rocafort, está a cinco minutos caminando. Ya tengo, por lo tanto, mi modus operandi: bajo caminando hasta Gran Vía; tomo el metro hasta Arco del Triunfo; y luego para hacer un poco de ejercicio y sentir el verano tomo una bicing hasta la puerta de mi uni. Es distinto cuando el cambio implica pasar de metro a bicing, mas no de metro a bus, o metro a metro. Sobre todo en verano, cuando el aire libre está plagado de sensaciones deliciosas.
El regreso, por lo tanto, se produce al revés: tomo la bicing hasta la estación, y de allí tomo la L1. ¡Cuánto extrañaba, sin darme cuenta, los pasillos silenciosos del metro, las estaciones desiertas, el sonido de los rieles en la noche! ¡El olor del metro (no el de su humanidad), sino el del caucho de los rieles, de los desvencijados corredores, de la soledad agazapada! Tomar el metro, en la noche, es un viaje interior: siempre me había atraído la idea de regresar a casa en tren o metro, pero nunca lo había conseguido, porque siempre mi itinerario interior se veía fragmentado por el cambio de línea que me veía obligado a hacer en Verdaguer. El muro oscuro del metro que vemos a través de la ventana meditabunda se convierte en la pantalla donde proyectamos lo realizado durante el día. De manera casi automática, el pasaje del metro, su dinamismo, nos sustrae a nosotros mismos, y cada una de las curvas nos recuerda esta o aquella acción que llevamos a cabo. Johnny estaba en lo cierto: pensamos 15 minutos en tres y medio, y ahí está la fran fantasía. Tomando el metro en la noche he recordado todas las experiencias epifánicas que sentía Cortázar, como él mismo lo afirma en la documental de Bauer, sobre lo que implica bajar al metro. Hace unas entradas dije que el metro era un camino hacia el infierno. Lo mantengo, pero a la vez lo reformulo: es en ese camino donde fragmentamos el tiempo, y recorremos los oscuros o luminosos pasadizos de nuestro día atiborrado de tiempo. Enajenados del tiempo, nos dedicamos a la contemplación vana, al anonadamiento particular. Una experiencia, por demás, sólo acaparable en la medida en que estemos completamente solos en el metro.
Clamo a todo fulgor la idea de Aragon: "Metafísica de los lugares, eres tú quien mece a los niños, tú quien puebla los sueños." (El campesino de París)

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