Un purgatorio particular
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Pero creo que la analogía no termina allí. De alguna manera, estamos purgando todas nuestras pertenencias. A todos nos encanta tener dos sofá-cama en el piso, y es algo delicioso, máxime porque garantiza la comodidad de todos al frente de la tele. Pero en la mudanza, esta delicia se convierte en un suplicio, en una tortura temporal. Muchos se han cambiado de habitación, llevándose consigo lo que tenían en la suya, para instalarse en la otra. Eso es completamente diferente al hecho de desocupar un piso, no dejar absolutamente nada. Primero comenzamos con echar todo lo posible a la basura, y eso es de alguna manera la confesión. Luego está subir todo al quinto piso, y es cuando sentimos el peso literal de todo aquello que nos pertenece, para bien o para mal. Y, tal como en la montaña del purgatorio, nos espera el paraíso: luego de que hemos subido los cinco pisos, luego de que hemos expiado cada uno de nuestros pecados, comenzamos una nueva vida.
Lo más aterrador de la mudanza es el tiempo. Hoy lunes, a las nueve de la noche, estoy sentado en mi nueva habitación de la calle Calabria, y una cálida y consentida brisa entra por mi ventanal que me permite ver desde la cama el cielo azul veraniego. Ya estoy en el paraíso, con altura incluída. Ya pasé por mi purgatorio.
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