Un purgatorio particular

Estar de mudanza o de trasteo es atravesar el purgatorio. Aún más: mudarse a un quinto piso implica necesariamente ascender la montaña del purgatorio. Algunos dicen que es un infierno, pero entendido de manera más precisa, estamos sujetos a la temporalidad, en la medida en que, si te echas un sofá al hombro, y comienzas a subir las escaleras, ineludiblemente llegarás al quinto piso. La preocupación-y he aquí el por qué no puede ser un infierno, un lugar donde no transcurre el tiempo-más grande de la mudanza es el cuánto tardaremos, cuánto tiempo nos tomará subir las escaleras, ¿cabrá la lavadora en el ascensor?, mierda, dejé el destornillador en la otra cosa, imposible desmontarlo para poder subir más fácilmente, a las escaleras. Igual que la montaña del purgatorio: se puede subir en cinco minutos, así como podemos tardar una hora y media. Y, como es bien sabido, un minuto de mudanza equivale a un año completo de vida normal, como bien creo que sucede en la montaña purgatorial.
Pero creo que la analogía no termina allí. De alguna manera, estamos purgando todas nuestras pertenencias. A todos nos encanta tener dos sofá-cama en el piso, y es algo delicioso, máxime porque garantiza la comodidad de todos al frente de la tele. Pero en la mudanza, esta delicia se convierte en un suplicio, en una tortura temporal. Muchos se han cambiado de habitación, llevándose consigo lo que tenían en la suya, para instalarse en la otra. Eso es completamente diferente al hecho de desocupar un piso, no dejar absolutamente nada. Primero comenzamos con echar todo lo posible a la basura, y eso es de alguna manera la confesión. Luego está subir todo al quinto piso, y es cuando sentimos el peso literal de todo aquello que nos pertenece, para bien o para mal. Y, tal como en la montaña del purgatorio, nos espera el paraíso: luego de que hemos subido los cinco pisos, luego de que hemos expiado cada uno de nuestros pecados, comenzamos una nueva vida.
Lo más aterrador de la mudanza es el tiempo. Hoy lunes, a las nueve de la noche, estoy sentado en mi nueva habitación de la calle Calabria, y una cálida y consentida brisa entra por mi ventanal que me permite ver desde la cama el cielo azul veraniego. Ya estoy en el paraíso, con altura incluída. Ya pasé por mi purgatorio.

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