Before everything
Sentado en mi escritorio, a medida que escuchaba avanzar los truenos que siempre aparecen por estas horas en el aire bogotano, y luego de haber terminado algunas cuestiones de la editorial, me dejé sorprender por la lluvia mirando la segunda parte de esa película que en muchos aspectos resuelve el futuro desolado de aquellos dos amantes que se conocen en Viena y se prometen volver a encontrarse en el muelle de la estación, seis meses después. Sentí alegría, debo aceptarlo, al saber que no se encontraron; que algo falló, que la cita se incumplió, porque desde siempre he considerado que las historias de amor tienen, necesariamente, que cumplir con su sino trágico. Así como en la primera entrega el momento que más disfruté es cuando los dos, sentados frente a frente, simulan llamar a aquél que los está esperando en alguna parte, permitiéndose así llenarse la boca de palabras de amor y de reconocimiento ante la seducción amorosa que sintieron, en la segunda entrega sentí un verdadero placer al escucharlos hablar de lo que fue esa noche, nueve años después, ya librados —en la justa medida— del sentimiento romántico que entonces sentían. ¿Cómo luchar contra la idealización de la noche que pasaron juntos? ¿Se hace bien, pues, en recordar todo hasta la inconsciencia, escribir sin más remedio que aquél que intenta luchar contra el tiempo, contra la memoria, crear en los ojos ajenos un interés tan vivo en el recuerdo propio que nos lleve a recrear sin fin aquellos dulces momentos del encuentro deseado? ¿Deberíamos, pues, luchar contra el recuerdo de la sublevación más dulce, más acogedora, más legítima en cuanto entera, sencillamente por el temor a jamás encontrarnos de nuevo, a la peligrosidad del mundo amoroso, al sino trágico de nuestras historias de amor?
No. Definitivamente no.
A pesar de la falta de comunicación de los personajes, a pesar de lo que implica la constante recreación de la imagen del otro, del ausente, a pesar de no saber qué ha sido del otro —¿dónde estará ahora? ¿habrá construido de nuevo su vida? ¿me habrá olvidado? ¿habrá sentido lo mismo al haber conocido a alguien más?—, sólo contamos, siempre, con el recuerdo casi místico de aquello que nos acercó un poco más a la trascendencia. Me gustó más la segunda parte porque es sabido que el amor— incluso el amor loco— se recrea sobre sí mismo y causa ilusiones, espejismos, contrariedades. La segunda parte consiste en asumir la carga de aquello que sucedió. Al principio se lucha contra el recuerdo; luego, como era de esperarse, se supera el temor, y se dan cuenta de que efectivamente— como dice en algún momento Jesse— hay un punto en el que no cambiamos, y seremos siempre los mismos.
Sería mucho más sencillo, siempre, alejarnos del estado amoroso, situar el recuerdo en una estela del pasado, como si se tratara de una novela que leímos en tierna infancia o de algún poema que recuperamos del tiempo. Convertir al ausente en personaje literario, olvidar que existe, olvidar que en este momento camina alguna calle de alguna ciudad, que está preparándose para ir a dormir, o que debe estar tomándose el primer café de la mañana.
Pero la sencillez jamás estará en mi menú; la sencillez de una vida agazapada será siempre mi enemigo más acérrimo, mi lucha constante, a pesar de la distancia y del desamor y de la ternura nacida bajo una terraza de un café. Jesse y Céline, al encontrarse gracias a la literatura, se reconocen en la carencia: cada uno implica todo aquello que jamás tuvieron. ¿Culpar a la abuela muerta, al instinto romántico que no les permitió pedirse los números de teléfono, a la ausencia de direcciones postales? Que no se culpe a nadie.
No. Definitivamente no.
A pesar de la falta de comunicación de los personajes, a pesar de lo que implica la constante recreación de la imagen del otro, del ausente, a pesar de no saber qué ha sido del otro —¿dónde estará ahora? ¿habrá construido de nuevo su vida? ¿me habrá olvidado? ¿habrá sentido lo mismo al haber conocido a alguien más?—, sólo contamos, siempre, con el recuerdo casi místico de aquello que nos acercó un poco más a la trascendencia. Me gustó más la segunda parte porque es sabido que el amor— incluso el amor loco— se recrea sobre sí mismo y causa ilusiones, espejismos, contrariedades. La segunda parte consiste en asumir la carga de aquello que sucedió. Al principio se lucha contra el recuerdo; luego, como era de esperarse, se supera el temor, y se dan cuenta de que efectivamente— como dice en algún momento Jesse— hay un punto en el que no cambiamos, y seremos siempre los mismos.
Sería mucho más sencillo, siempre, alejarnos del estado amoroso, situar el recuerdo en una estela del pasado, como si se tratara de una novela que leímos en tierna infancia o de algún poema que recuperamos del tiempo. Convertir al ausente en personaje literario, olvidar que existe, olvidar que en este momento camina alguna calle de alguna ciudad, que está preparándose para ir a dormir, o que debe estar tomándose el primer café de la mañana.
Pero la sencillez jamás estará en mi menú; la sencillez de una vida agazapada será siempre mi enemigo más acérrimo, mi lucha constante, a pesar de la distancia y del desamor y de la ternura nacida bajo una terraza de un café. Jesse y Céline, al encontrarse gracias a la literatura, se reconocen en la carencia: cada uno implica todo aquello que jamás tuvieron. ¿Culpar a la abuela muerta, al instinto romántico que no les permitió pedirse los números de teléfono, a la ausencia de direcciones postales? Que no se culpe a nadie.
Comentarios
excelente escrito, "la culpa es de uno cuando no enamora" según dijo Benedetti.
felicitaciones
Espero que vuelvas por acá.
que bonito.
It was the nightingale, and not the lark,
That pierced the fearful hollow of thine ear;
Nightly she sings on yon pomegranate-tree:
Believe me, love, it was the nightingale."
Gracias por tu comentario, Anónimo. Que siempre el ruiseñor se imponga sobre la alondra.