Santuario poético


Ya he escrito sobre esto en otra ocasión, pero la verdad el sentimiento siempre es el mismo: al llegar a casa, luego de cuatro, ocho o doce meses, siento un verdadero placer en revisar, una vez más, la biblioteca que aquí dejé, que nunca saldrá, que siempre formará parte de ésta mi casa bogotana. Siempre me sorprendo con los mismos volúmenes, siempre busco alguno sobre el cual haya leído en Barcelona o en cualquier otra parte para poder consultarlo de nuevo, sentirlo familiar, saber que me estaba esperando desde que me fue regalado. En época universitaria, e igualmente cuando era profesor, sentía un verdadero placer por la compra de libros: cualquiera podía entrar en mi biblioteca, y entonces se me metía en la cabeza que el libro recién comprado no tenía por qué ser inmediatamente leído, así que lo separaba en una sección particular, y así me iba poniendo al día con cada uno de ellos. Ahora es diferente; ahora sé que cargar con los libros que compro puede ser tortuoso, en la medida en que tengo que, como el caracol, cargar con la casa a cuestas. Y siempre, cuando me enfrento de nuevo a mi biblioteca, entre ese afiche de Modigliani y aquél otro promocionando la exposición de pintura y escultura del siglo XIX en el Metropolitan, comprados ya hace años y que su tintura evidencia el sol para entonces recibido, reconozco los mismos que con el tiempo no he podido saldar o los otros que exprimí sin misericordia alguna: aquél libro de Hofstadter y aquél otro de Jaeger que dejé a medias, la biografía de Gibson sobre García Lorca de la cual sólo consulté la bibliografía, la correspondencia completa de Flaubert que intenté leer en mi primer vuelo de regreso de París hace ya diez o más años, ese otro ejemplar de Bulgákov cuyos márgenes aún contienen mensajes de una primera novia, mi breve colección de clásicos griegos y latinos (recuerdo que Gredos vendió la traducción a Planeta, y en cada feria del libro nos hacíamos mieles yendo y comprándolos por apenas cinco mil pesos), mi pequeño santuario cortazariano, mi sección Poche francesa, aquél libro de Eggers, aquél otro de Smith, y ese otro volumen de Garcilaso de la Vega que tantas veces leí.
Pero no todos los sentidos y las leyendas mantienen su longevidad, en la medida en que quizás acaban de nacer o están más allá del tiempo. Apenas observo la pequeña sección de poesía, decido tomar tres volúmenes consultados en algún momento: me siento en la silla de espaldar gris, prendo la lámpara a mi costado, y me dejo pasar las horas ojeando poemas nunca leídos y algunos otros subrayados. Entonces se cobra el sentido, aparece la chispa de la imagen, y ya estoy en terreno conocido. Comprendo que desde siempre has estado inserta en aquellos poemas y que me hacía falta amaestrar la mirada para poder descifrar los signos que entonces, como caminante de un bosque oscuro, debía entender. Sin esfuerzo alguno comprendo, de manera natural y mágica, aquello que quizás siempre supe: que habitas mis libros de Keats, de Shelley y de Yeats, ma belle vagabonde; que hasta ahora lograste salir del laberinto que ellos contenían y te posas al frente mío, con la naturalidad y belleza que sólo tú puedes otorgar, para recordarme una vez más que desde hace siglos te venía recordando.

Comentarios

Anónimo dijo…
Quisiera contribuir con un breve relato a esta hermosa reflexión. Es fruto de un paseo por el barrio de Vallcarca de Barcelona al que titulé "Rastro de caracol". También en él parecen perseguirse unas huellas de viajero extraviado en la noche del tiempo... Helo aquí:

Después de la presentación de Cirlot en Vallcarca en la Central de Mallorca no puedo evitar la tentación, a la mañana siguiente, de tomar un metro y llegarme hasta allí. Tengo impreso en la memoria el recuerdo de la gárgola con forma de águila que los dos paseantes ven en el momento mismo en que salen del metro. Pero en mi caso no es así y solamente más tarde caigo en la cuenta, gracias a una conversación con una bella amiga, que el águila estaba en la casa de Schönberg, ya derruida. Y recuerdo también aquella vez en Alemania en que conversando con Rosa, a quien vi tan sólo una vez, noté con extrema claridad posarse repentinamente algo en mi hombro, justo cuando hablaba del águila como símbolo. Pienso que llegaré hasta la Bajada y que daré un paseo siguiendo las huellas de lo que se explica en el relato, pero como acostumbra a ocurrirme en estos paseos olvido por completo mi destino y, al sumergirme en mis pensamientos, en el recuerdo de las conversaciones de la noche anterior todavía grabado en la memoria, pierdo el oremus.
Es entonces cuando las calles adoptan a mis ojos su sentido. La curvas del camino parecen trazar un rastro, las casas me salen al encuentro por sorpresa, el asfalto se torna repentinamente afilado y siento, de pronto, que cada uno de mis pasos no persigue ya trazar el itinerario de un texto sino que camina al son de mi ritmo interior, del agitarse de las copas de los árboles y el contacto, suave, ligero, de los rayos de sol. “No soy una intelectual”, pienso. Pues por algún motivo, me halle donde me halle, mis pasos suelen acabar conduciéndome hacia algún margen incierto, hacia allí donde el camino se torna más salvaje y se aleja de la civilización. Esto, que entraña un cierto peligro, tiene también el encanto de situarnos ante una perspectiva externa de la ciudad, apartada y solitaria, es cierto, marginal, pero no por ello menos hermosa. Y no lo puedo evitar. Así, tras haber preguntado un par de veces por la Bajada en ausencia de respuesta, tras haberme encontrado repentinamente frente a la Villa Maria, decido una vez más, como hiciera ya en otros tiempos, dejarme llevar por el ritmo natural de mis pasos.
Y así, me sorprendo en una pendiente, en una zona liminar que sin que me de cuenta se aleja sutilmente del cemento, de las casas y callejuelas y me conduce hasta un montículo. De repente el camino (el puente hace tiempo ha quedado atrás) se convierte en sendero y el asfalto en arena fina que se abre entre los yerbajos. Me encuentro bordeando una suerte de colina en cuya cima se intuye una valla de madera. A mi derecha la montaña del Tibidabo a lo lejos, a mi izquierda la pequeña y sinuosa pendiente en ascenso. Tomo el caminito más estrecho de mi derecha que me conduce hasta el montículo. Serpenteo. Gozo del viento suave, de lo desolado de esa zona a la que, desde hace ya mucho tiempo, parece no haber venido nadie. Y no tardo en llegar a la pequeña valla de madera, que me recuerda a las vallas que cercan los establos, y que parece cercar los límites por la parte trasera de ese barrio, Vallcarca, donde, por uno u otro motivo, no me he adentrado. Sigo así el camino junto a la valla en dirección al río Besós. A mi izquierda, ahora, una suerte de barranquito en el que se intuye un parque al final (creo haber estado allí en otra ocasión, cuando vivía en casa de Gema, el pasado verano); a mi derecha ya quedando un poco a mi espalda, la montaña en cuya cima se encuentra el Tibidabo. Avanzo. Mi cuerpo, de pronto, se siente ennoblecido por el breve ascenso, después de algunos pensamientos confusos, dolorosos incluso, sobre cómo, cuando nos despistamos, podemos llegar a perdernos y cómo en ocasiones solamente la pérdida puede hacer que nos reencontremos. El sendero, bordeado de pinos y de algún que otro enorme eucalipto, conduce a una roca gigante, de piedra marrón rojiza, que preside una cruz. Detrás de la roca un par de barracas, el comienzo de la otra ladera de la montaña que ya no es Barcelona y, allí, el camino se acaba.
Sólo más tarde, con el descenso por la pendiente que comienza al otro lado de la valla de nuevo en dirección al barrio, reconozco que, en efecto, en ese parque que se encuentra como ladeado, marginado, en ese parque que indica un comienzo y un final, un extremo de Vallcarca y que se sitúa abajo de todo, entre las rocas y cercado, ya estuve el pasado verano en un momento en que escribía, a propósito de Johannes Tauler, un trabajo llamado “Negro en el blanco”; conservo un breve texto escrito en el mismo lugar.
Seguí paseando largamente por Vallcarca, atravesé el parque, ascendí por nuevas callejas, bordeé hermosas casa antiguas, paisajes de cables eléctricos, escaleras mecánicas precipitándose en extrema pendiente hacia el final, hacia el barrio, hacia las calles de la ciudad, como en una suerte de Dr. Caligari. Llegué incluso hasta un pequeño santuario, descendí una pendiente que conducía hacia otro enorme parque, san Salvador (donde no me llegué a adentrar) y concluí el paseo, sin intención previa, en la calle de un santo desde la que fui de nuevo conducida hasta el puente donde me paré a meditar. Sólo entonces sentí, como en los primeros rayos de sol de una mañana de invierno, el deshielo.

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