Promenade dans tes yeux


Man Ray fotografía un ojo mirando al cielo mientras dos lágrimas se dejan caer. Un ojo que viaja a través del cielo terrestre, buscándose camino por entre los matorrales de la ciudad, abriéndose campo entre las verbenas, los gritos, los malhumorados verduleros de Les Halles, a través de los rugidos hirvientes de las escamas del metro que, si se quedara allí postrado, le harían perder su voz sin remedio alguno. Ojo incoloro que desprende un hálito de colores y aromas recobrados, surcando las aceras empedradas de la rue Berger, de la rue Saint-Merri, espantando malhechores tardíos, espetando con su firme andar nocturno y meditabundo a los chiffonniers a quienes ha dejado el paso del tiempo y aún, con una celeridad apenas comprendida en viejas fotografías de Brassai, dan fe de su gloriosa reputación. Un ojo que es mirada que es bosque que es ciudad, un ojo que es búsqueda que es aventura que es pasión. Una mirada que resucita el llanto inocente de un recién nacido en un mundo vulgar, privado de cualquier sensación divina, alejado para siempre de un cruce de caminos, de una posibilidad de certero misterio. Un llanto que se traduce en campanazos que hacen temblar la rue des Archives—incluso alcanza a retumbar la Tour Saint Jacques—, haciendo que los comensales y atendedores de bares y sidrerías contemplen cabizbajos la pompa y gala que implica el silencioso atravesar hacia las inmediaciones del bosque. Será luego, en la rue Oberkampf, que detendrá su paso y contemplará el ramaje abstruso que ante sí se perfila: dos carteros, con aire siniestro, cargan en sus mochilas amarillas cartas de vida y de amor; ante sus pies, un perro bermejo aúlla en medio del frío decembrino. Pero ya no está allí; ya se encuentra caminando los surcos de las tumbas del Père Lachaise, que como anaqueles abren su camino por entre letras ya leídas y gritos del pasado. “À nous deux maintenant”, alcanza a oír, pero es otro siglo y es otra la situación, y es barro en los zapatos y las campanas de la rue des Archives y un reloj tic-tac que no se acalla porque suyo es el verdadero devenir de los apasionados. En la rue des Partants ve a dos amantes besándose en una banca a espaldas de un clochard que ha logrado conciliar el sueño: a sus pies están dispuestos dos zapatos marrones, maltrechos, una botella de vino a medio llenar, y unos papeles viejos sujetos por una piedra angulosa. Un hombre de sombrero negro y abrigo carmesí se deja lamentar en la rue Fernand Léger mientras sujeta en su mano izquierda lo que parece ser una carta de amor y de vida. Un perro bermejo aúlla en la esquina de la rue de Bidassoa con la avenida Gambetta. Desde allí observa a lo lejos la rue de Chemin Vert, y se da cuenta de que es precisamente éste el sendero que le ha deparado el laberinto de la ciudad. Se prepara; camina unos pasos, se retrasa otros. El reloj ha dado las nueve y cuarto de la noche. Una silueta con chaqueta encuerada verde, anteojos de prominente marco negro y arduo caminar le pasa derecho, dirigiéndose hacia la rue Belgrand. Ya no hay lágrimas, ya no hay desazón: es azar y es intuición. La calle está sola, y un cartero ha dejado una postal antigua en el primer portal, allí, al lado de un restaurante de mala reputación y ágil servir. No es edificio: es santuario. No es postal, es remebranza. Subo los peldaños, digito el código. He llegado al centro del bosque.
A la sombra de tu mirada centelleante vislumbro tu cuerpo misterioso, inabarcable, libre y armonioso, ajeno a cualquier posesión a no ser que fuera el de tu propia mirada. Allí, en la lejanía, libre y ardua, contemplo a la mujer que he encontrado en el bosque. Y es un encuentro, por demás, que jamás te librará de tu purpúreo misterio y adoración, ma belle vagabonde.



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