Bogatell
Venir a la playa en invierno es buscar la soledad, quizás una de las soledades más apacibles y férreas que jamás encontraremos. Lejos queda el barullo del centro, las aceras infestadas, los malentendidos transeúntes que siempre esperan un momento para caminar solitariamente. No; acá es distinto. Es distinto porque sólo se busca la soledad cuando ya se está solo, cuando el sentimiento impune de la melancolía ya se ha establecido dentro de nosotros y nos obliga a huir hacia entornos más solitarios, aún más esquivos, aún más desdichados. Pero no; esta no es la palabra. La desdicha no me acompaña, así haya cargado con algo de dicha en los últimos días. Vengo porque en el suave latir del viento y en el silencioso romper de las olas encuentro un costado afín mío: encuentro la tranquilidad de la soledad. A lo lejos un cielo ensangrentado se bate con las farolas amarillas recién encendidas, y yo le doy la espalda a los dos. Acá, en esta banca que ya me vio algún otro día, le doy la espalda a todo: a mí mismo, a lo que anhelo, a lo que deseo. El deseo puro se convierte en el no-deseo, nacido de una instancia precisa sobre la cual se erige un sentimiento en particular: el sentimiento de la soledad de la escritura; el sentimiento de la soledad del amor; el sentimiento de la soledad de la carne; el sentimiento de la soledad de la patria; el sentimiento de la soledad del lenguaje. Solo, impuro, arremetido, consagrado, escribo solo. Así, tranquilamente así.
Playa de Bogatell, Barcelona, dic. 5/08
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