Domingo en bus
Hacía mucho que no regresaba de jugar fútbol en bus, pero como Martina se encuentra indispuesta, por no decir herida, hoy regresé a dichas andanzas. Montar en bus los domingos me parece un acto desolador, quizás por la soledad de las calles, por las caras de los ocupantes, o porque vengo del mismo sitio que todos los días, pero con la diferencia de que no estoy saliendo o entrando a clase. Es desolador, pero me gusta: se encuentra siempre un seductor placer en la estética gótica, en la misteriosa, en la ausencia. Y fue así como me vine oyendo viejos discos de Fito Páez que no oía hace muchos años, incluyendo una canción que le dediqué a una chica en el momento de nuestra despedida. Y fue una combinación ideal, porque hoy había algo lúgubre en la vez y en las letras del argentino, de la misma manera que los árboles del Parc de la Ciutalleda guardaban un extraño y extraordinario parecido con las creaciones de Tim Burton: esqueletos erguidos hacia el cielo, contemplando un sol que hace ya algunos meses que no calienta. La escena transcurrió lentamente, si bien el Passeig Pujades está desocupado incluso en semana. Pero había una sucesión de imagenes en el tiempo que me permitió pensar desde este lado de la ventana, desde el lado del espectador de la pantalla de cine, desde donde se formula mas no produce la imagen. En ese instante los árboles no existían, formaban parte de hordas sujetas al paso del espacio y del tiempo. Pero aún así, eran imágenes.
Por fortuna, me sacó de esta dudosa e infructuosa reflexión un viejo loco, ya muchas cuadras más tarde: fumando un cigarrillo al lado de un portal de la Ronda San Antoni, cada instante se hacía un poco de para atrás, y enviaba una patada hacia el aire, como si en algún otro momento hubiera sido un luchador de artes marciales. Lo hacía de manera precisa, concentrada, sin dejar de lado el ritual y la tradición que implica enviar una patada al cielo. Luego de comprobar-creo yo- que aún estaba en capacidad de hacerlo, se volvía a recostar sobre el portal, y seguía fumando su cigarro. Ya para ese entonces había dejado yo de escuchar Fito Páez.
Por fortuna, me sacó de esta dudosa e infructuosa reflexión un viejo loco, ya muchas cuadras más tarde: fumando un cigarrillo al lado de un portal de la Ronda San Antoni, cada instante se hacía un poco de para atrás, y enviaba una patada hacia el aire, como si en algún otro momento hubiera sido un luchador de artes marciales. Lo hacía de manera precisa, concentrada, sin dejar de lado el ritual y la tradición que implica enviar una patada al cielo. Luego de comprobar-creo yo- que aún estaba en capacidad de hacerlo, se volvía a recostar sobre el portal, y seguía fumando su cigarro. Ya para ese entonces había dejado yo de escuchar Fito Páez.
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