Trote pasado por lluvia

Cuando me levanté esta mañana, me acordé de que la noche anterior me había organizado de tal manera para salir a trotar. No me sorprendió ver la fina lluvia que caía una vez abrí la ventana, porque la luz de las ocho de la mañana no suele ser tan débil y oscura. Entonces lo pensé: ¿se justufuca salir a trotar lloviendo, siendo sábado, mientras que bien podría quedarme en la cama, dormir más, leer debajo de las cobijas, y luego satisfacer mi deseo matinal con un desayuno sabatino? Claro, tenía razón en todo esto, pero por primera vez en mucho tiempo, quería sentir la lluvia. Y me pregunté en qué momento de mi infancia dejé de salir a la calle en las tardes, desautorizando a mi mamá, a simplemente sentir la lluvia.
Es una extraña sensación, al verdad. Jung seguramente dijo mucho sobre esto, al igual que Elíade, y bueno, pasando por muchos otros. El efecto poético y emblemático de la lluvia siempre ha estado en nuestra cultura, y no solo de manera evidente-en la agricultura-, sino de manera mítica: no podemos olvidar el episodio de Zeus convertido en lluvia de oro para seducir a Dánae. Sin embargo, la lluvia de esta mañana no era dorada, no era mítica, y no era luminosa: era simplemente una lluvia sabatina de nueve de la mañana. La última vez que salí a sentir la lluvia fue en el Rosal, con Pacho y Muñoz. Empezó a llover a cántaros y los tres, como niños atolondrados, miramos en la lluvia de las cuatro de la tarde un momento inexplicable. Salimos corriendo, nos botamos al piso, quedamos empapados. No había ningún motivo religioso, mucho menos mítico: era simplemente la presencia del agua en la totalidad del cuerpo.
¿Por qué temerle siempre a la lluvia, como si fuera ácida? Es verdad: no es lo mismo sentir la lluvia a estar mojado. Quizás en esto reside la diferencia.

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