El azar objetivo

Como siempre, un viaje a París es más que un desplazamieno físico. Es volver sobre un libro medianamente leído, con la gran ventaja de enfrentarse al libro de arena de Borges. Sé que esto no pasa únicamente en París, puesto que muchas otras ciudades cuentan con la increíble facultad de representarse y recrearse a sí mismas. Con París me pasa siempre igual: olvido sus calles cuando no estoy allí, y pasa a formar parte de un recuerdo literario, de una conversación mantenida con las eventuales dificultades mnemotécnicas. Sin embargo, y he aquí el encanto, siempre que vuelvo emprendo el mismo recorrido: desde el boulevard Saint-Michel por la rue Soufflot hasta el Panteón, luego la plaza St. Jacques y la rue de l'estrapade, hasta la plaza de la Contrescarpe y bajar por la Mouffetard hasta dar con la Avenue des Gobelins y encontrarme de frente, muchos minutos después, con la Place d'Italie, y entonces volverme y ver como una silueta imperiosa el Panteón, y más lejos la torre. A medida que voy caminando voy recordando calles que ya había transitado, pero que no evocaba desde Barcelona o Bogotá. Y a medida que encuentro estos parajes ya conocidos pero desde hacía mucho no enunciados, el mismo pensamiento recurrente: "De alguna manera, le pertenezco a esta calle". Es sencillo, y no implica mayores análisis o disertaciones, puesto que vuelve a mi como la certidumbre absoluta de regresar a un punto de partida, a una experiencia iniciática. Hace un par de entradas mencioné el cómo París nos vive a nosotros de una manera casi enigmática: de ahí que no pienso "Esta calle me pertenece", puesto que sería demasiado pretencioso. Creo que de alguna manera todos los habitantes le pertenecen a París: su carga histórica les obliga a asumir un papel determinado, de la misma manera que sucede en Nueva York. En invierno se viste de negro, porque así lo ordena París; en el metro se mira por encima del hombro, porque así lo exige París.
Pero no es todo imperativo. Caminé por París pensando una y otra vez en una de las grandes definiciones que Cortázar expone en Rayuela:

Rajá, jauría, tenemos que pensar, lo que se llama pensar, es decir sentir, situarse y confrontarse antes de permitir el paso de la más pequeña oración principal o subordinada. París es un centro, entendés, un mandala que hay que recorrer sin dialéctica, un laberinto donde las fórmulas pragmáticas no sirven más que para perderse. Entonces un cogito que sea como respirar París, entrar en él dejándolo entrar, neuma y no logos. (Cap. 93)

Ese centro debe ser recorrido sin dialéctica, sin orden. De ahí la cuestión del azar para sus personajes, porque París exige esa única herramienta. Y no es descabellado pensarlo, luego de una de las muchas incidencias que nos ocurrieron durante el viaje. El azar funcionó desde el viernes, para ser más exactos: íbamos caminando hacia una cita acordada, y ya en la noche los pies reclamaban suavidad. Veníamos por una calle que nos soltó en el Boulevard Sant Germain, y nos preguntamos si se justificaba caminar la veintena de minutos que aún hacía falta para llegar hasta Odéon, o si debíamos tomar un bus. En medio de las preguntas y respuestas, asumí un papel bastante osado, y dije en voz alta que caminaríamos, ya el último tramo no debía ser demasiado tortuoso. Azarosa decisión, por demás, dado que los pies lo hubieran agradecido. Pero la decisión fue casi mágica, dado que, a los pocos metros, nos encontramos con ena exposición fotográfica en la Maison de l'Amérique Latine, que exponía todas las fotos y archivos de Cortázar encontrados en Galicia ya hace un par de años. Yo desconocía que la Maison quedara en la dirección hacia la cual nos dirigíamos, y mucho menos que en ese preciso momento hubiera dicha exposición. Decidimos, entonces, dejar la visita para el lunes siguiente, y así fue: yo salí más temprano que el resto de viajeros, y llegué allí a eso de las 11. Entré a verla solo, porque asumí que quizás me tomaría un poco más de tiempo (estaba buscando, además, información para mi exposición y para la tesis). Salí contento, con muchas fotos y anotaciones que desconocía, y comenzó mi espera: Martín, Anita y Stefan no llegaban. Decidí llamarlos y preguntar por su paradero, y supe que se encontraban en Raspail-no muy lejos de allí, pero yo entendí que en la estación Raspail, que queda mucho más abajo del sitio donde me encontraba. Se habían equivocado, razón por la cual se les había hecho tarde. Marcamos entonces como punto de encuentro la intersección entre el Boulevard Saint Michel y el Saint Germain, donde venden paninis y bebidas a tres euros. Emprendí mi camino por el Saint Germain, para darme cuenta, sorpresivamente, de que mi camino estaba siendo el mismo que el de Martín, Anita y Stefan. Ellos estaban esperando el bus, y yo justo caminé al lado de la estación. En ese momento sentimos el primer zarpazo del azar, pero lo resolvimos fácilmente al explicar cada uno la manera como habíamos decidido tomar determinada ruta. Continuamos nuestro camino a pie, y para evitar la misma caminada del viernes anterior (todo el Boul' Saint Germain, pasando por Odéon, y llegando hasta Saint Michel), tomamos callecitas que nos irían llevando lentamente. Tomamos la Rue des Beaux Arts, y entonces debimos haber caído en cuenta de la magia de la calle, pero esto no fue sino hasta encontrar dos placas, cada una informando a su manera: en ese hotel se había hospedado Jorge Luis Borges en sus últimos viajes a París; y Oscar Wilde había muerto en la bancarrota, luego de la publicación de la balada, luego de haber pasado los años en cárcel. Ua vez más, desconocíamos que fuera precisamente por esa calle.
Ya cansados, caminamos por unos passages hasta llegar a Saint Michel, y faltaban quince minutos para las 3 de la tarde, hora en la que ellos habían quedado de encontrarse con Morris y Pili a las en la exposición de Cortázar. Cortos de tiempo y con el estómago vacío, compramos los paninis y fuimos al parquecito al lado de Cluny, y almorzamos entre niños en columpios y padres leyendo el diario. Decidimos, entonces, que Stefan y yo nos quedaríamos dando vueltas por el centro, mientras que Anita y Martín irían al encuentro con Morris y Pili. Irían en bus, y luego nos comunicaríamos para establecer otro punto de encuentro. Si bien íbamos un poco tarde, sacamos el tiempo para volver al sitio de los paninis, y comprar unos crepes para comer de postre: Stefan compró uno con limón y azúcar, mientras que Anita y Martín uno de nutella y banano. Eran entonces las tres de la tarde. Y la sorpresa no se hizo esperar: subiendo, si no estoy mal, por la Rue de la Harpe, estaban Pili y Morris. La cara de todos no escatimó en alegría, puesto que nos encontrábamos a muchos metros del punto de encuentro, y a pocos minutos de cumplirlo. En ese momento debíamos estar en otra calle, pero todos estábamos en la misma. El punto de encuentro lejos estaba de ser un lugar establecido, ordenado. El punto de encuentro sólo respondió al azar objetivo.

¿Cómo explicar los encuentros en menos de tres días? ¿Cómo explicar que todo nuestro grupo viajero logró reunirse sin haber seguido puntos de encuentro establecidos, habiendo ignorado las citas impuestas? Tiendo a pensar que si hubiéramos seguido las reglas del encuentro -a determinada hora en determinado lugar-, París no nos hubiera dejado encontrarnos, como precisamente sucedió. Sin embargo, caminando sin pretensiones de orden, de lógica y de pragmatismo, todos nos encontramos en el mismo punto.

Comentarios

Anónimo dijo…
Querido Camilo:

Toda la vida, sabiéndolo a medias pero quizás sin haberlo expresado nunca, he compartido su búsqueda de ese azar que no lo es. Un día cayó en mis manos un libro de cuentos recopilados por Paul Auster: "True Tales of American Life". No estamos solos. Un abrazo.

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