Septiembre

Al darme cuenta de que la lluvia venía desde el oeste, comprendí que era inútil tomar una bici para dirigirme a la universidad. No llegaba velozmente, pero un par de pedaleadas implicarían la ineludible sensación de estar empapado. Así que decidí tomar el metro, como ya lo he comentado en otra ocasión, para así tomarle ventaja a la lluvia. Mi iPod había amanecido fulgurante, brillante y elocuente, así que venía escuchando una selección de música—Radiohead, Led Zeppelín, Scissor Sisters, Bee Gees, Interpol y Cerati— fruto única y exclusivamente de un azar extraordinario. Al bajarme en el Arc del Triomf y dirigirme a la estación de bicing más cercana, sentí las primeras gotas: había sido un intento valiente, pero no me había dado más que un par de minutos de ventaja. La lluvia no era torrencial, y mucho menos pretendía ser huracanada, pero evidentemente la simple idea de sentarme al frente del computador—como lo estoy en este preciso momento— con los pantalones salpicados y la cabeza fría me resultaba inextricable. Alcancé a ver a lo lejos el bus 41, y no me tomó mucho tiempo en llegar hasta la parada. Ya para entonces podía contar con claridad en número de gotas que habían caído en mi camisa blanca, y supe que había hecho lo correcto. El recorrido fue gris, en la medida en que veíamos todos cómo llegaba esta lluvia de septiembre que todo lo recalienta y nada lo refresca. Caminé desde la estación más cercana a la uni y ya llovía un poco más uniformemente. Concluí que, a pesar de sentirme derrocado, había caído con valentía.

Ayer tarde aún sentía el calor del verano, y esta mañana me fue necesario esconderme de la lluvia. Siendo éste mi tercer verano en Barcelona, ya he comprendido que mi calzado marca el final de la temporada calurosa: el cambiar las menorquinas por los zapatos habituales—cosa que es lastimosa, puesto que, además de sentir la frescura en los pies, es menos ropa la que se lava cada semana: para ser más exactos, 14 prendas. No logro acostumbrarme, y esto lo digo con fascinación, al cambio de las estaciones en Europa. También me gusta el mar en invierno porque veo en él la recuperación de su estado solitario; pero prefiero el color del ladrillo en tardes veraniegas. Acá nos dicen: “¿Cómo pueden aguantar una ciudad que nunca cambia de temperatura en todo el año?” y nosotros respondemos “No nos hace falta esperar un año entero para volver a sentir calor.” Me preguntan “¿Y ahora qué temperatura está haciendo en Bogotá?” y respondo “Debe estar cayendo la misma llovizna desde el siglo XVII, pero a dos horas de allí, sentirás más calor que en toda la Costa Dorada.”
Espero con emoción los sentidos estéticos de cada elemento una vez se altera el ambiente que los rodea. La calle vuelve a ser meditabunda, el callejón sin fondo bucólico, y el horizonte entero salpicado de intermitentes hojas que irán cayendo. El verano ya va terminando, pero me parece bien: es hora de cambiar el escenario de nuestras promenades.

Comentarios

En Bogotá tenía un amigo kankuamo que siempre que llovía se burlaba de mi. Con su mirada penetrante de indio -esa mirada que te hace sentir el ser más minúsculo de la tierra- evaluaba todos mis movimientos: mi paso ligero, el afán de mis manos buscando la sombrilla en la mochila, la forma como me alborotaba el pelo, mi mirada ansiosa de un lado a otro esquivando los huecos y charcos del centro. Entonces con una carcajada me decía “tu si eres muy cachaca… muy antropóloga y todo pero muy cachaca! Increíble cómo los cachacos no saben recibir los regalos del cielo”.
Esto para decirte: “Que cachaco!”

Ayer paseando por “el camino culebrero” me acordé de ti. Pégale una miradita: http://www.elcaminoculebrero.blogspot.com/

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