Lady Ligeia

El viernes en la mañana, mientras ojeaba el catálogo de la exposición La Révolution Surréaliste realizada en el Centro Pompidou entre marzo y junio de 2002, me encontré con esta suntuosa creación de Hans Bellmer, perteneciente al grupo de obras tituladas La muñeca, datando ésta de 1936-1938. La vi pronto, no debían ser más de las diez de la mañana, y desde entonces he venido pensando en la manera como debía introducirla a este espacio virtual. No pretendo disculparme, pero sí siento que el terrorífico embrujo sensual que sentí fue algo de lo que difícilmente me he podido librar en estos días. Encontré, sin haberlo pedido, todo el encanto del horror expresado una y otra vez por Poe en sus cuentos dedicados a diversas mujeres. Desde siempre he sentido una indescifrable obsesión por Poe; cuando me pregunto el por qué me siento completamente atraído, no puedo hacer más que concluir que lo que siempre busco en su lectura es precisamente la posibilidad mágica y horrible de ser, por lo menos una vez en la vida, un personaje de un cuento de Poe. Y no puedo negar que el hecho de haber ojeado el catálogo fue algo así como un mise en scène de lo que podría catalogar como experiencia estética.
Mientras pasaba por las obras, no contemplaba que alguna tuviera vida, porque no me había detenido en los ojos de ninguna. Pero al llegar a esta muñeca, su camisa blanca sensualmente caída por la espalda, ese trasero que logra realizarse aún entre las crepitaciones del material rugoso, para dar con la cara recostada sobre la pared, y los ojos- ¡los ojos, tuvieron que ser precisamente los ojos!- mirándome por encima de la espalda, en una extraña manera de invitación al descenso del inframundo, a la entrega que me privaría de vida pero que, envuelto en el aura cadavérica y misteriosa de esa sonrisa blasfema, en la tormenta de ese pelo negro azabache, en esas pupilas pronunciadas sobre la máscara que cubre la real muerte, sólo podía reconocer como una visita de ultratumba, como una visita de una vieja amante desde las entrañas de la tierra que, luego de haber cerrado con cerrojo mi pequeño palacete del siglo XIX, se me aparecía con toda la naturalidad de una vida privada de sensaciones. Mis ojos, al bajar una y otra vez por la reproducción, volvían una y otra vez a los de ella, a esa mirada de misterio horroroso, a esa pupila pronunciada (sugiero ampliar haciendo click, para ver en todo su "esplendor"). Esos ojos me situaron en un plano literario, me dieron la recompensa luego de años y años de leer a Poe, por la sencilla idea de situarme al frente de una de sus protagonistas, y otorgarme la calidad de narrador y espectador asombroso de un cuento suyo; de "Lady Ligeia":

Shrinking from my touch, she let fall from her head, unloosened, the ghastly cerements which had confined it, and there streamed forth, into the rushing atmosphere of the chamber, huge masses of long and dishevelled hair;
it was blacker than the raven wings of the midnight! And now slowly opened the eyes of the figure which stood before me. "Here then, at least," I shrieked aloud, "can I never — can I never be mistaken — these are the full, and the black, and the wild eyes — of my lost love — of the lady — of the LADY LIGEIA."

Durante el resto del día tuve la certeza absoluta de haber visto algo que me había sido prohibido. Pero, en este caso en particular, Bellmer me ayudó a comprender la estética de Poe, y por esto me siento más que complacido.

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