Voyant

El miércoles es la suspensión del péndulo en su estado más elevado: el instante de tomar la respiración para zambullirse dentro del agua gélida. Camino Barcelona los miércoles intentando encontrar una Barcelona oculta, una Barcelona romántica, una Barcelona insólita, un bosque cuyos senderos se bifurcan a partir de cada raíz, y una calle que devuelva a la capital del deseo sin necesidad de tomar una curva. Una Barcelona mística bajo la sombra del Sant Pau, una Barcelona ajena por María Cubí, una Barcelona desgarrada por las esquinas de Joaquín Costa, una Barcelona cuadriculada por la calle Aragón, una Barcelona señorial por Enric Granados, una Barcelona imposible por los confines de la Barceloneta, una Barcelona villana por Parallel, y una Barcelona pendular en las bancas del Parc de la Ciutadella. Caminar sus calles, atravesar sus pasajes desconocidos, recorrer las mismas calles a la altura del suelo en buses, tocando su superficie rugosa caminando, sintiendo el sonido de los carros en bici, con los ojos tapados en el metro. Reconocer tres veces la misma butaca desocupada del cine mudo que es la ciudad a partir de las cuatro de la madrugada, darse un poco de entretenimiento bajando por las ya recorridas y nunca satisfechas Ramblas. Pasar al lado de un bar o café y anotar el numero y el nombre para saber que queda un bar más por visitar, es increíble cómo puede haber tantos, siempre con una cerveza servida y un diálogo intempestivo.
A Bogotá la recorro mentalmente en la lejanía. Pero a Barcelona la recorreré desde el abanico de posibilidades que me puede dar la idea de sentirme voyant hasta en sus corredores sin luz. "Cualquier descubrimiento que cambie la naturaleza o el destino de un objeto o de un fenómeno constituye un hecho surrealista", escribió Aragon en La Révolution surréaliste. Y éste se ha convertido en mi estandarte urbano, mi privilegio abanderado de ese campesino de París.

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