Un domingo primaveral

Las ciudades se conocen los domingos. Es entonces cuando vemos su verdadera cara, el séptimo día, libre de máscaras, sin movimiento, espacios transitados que ignoran el tiempo y las tareas oportunas. Conocemos las ciudades los domingos porque es el domingo el día en que en realidad sabemos quiénes somos, conocemos nuestras andanzas caseras o citadinas. En esta medida, es inegable que la ciudad es siempre un espacio interior: una puesta en escena que, como Narciso mirando su rostro en el lago, nos permite entender nuestras facciones. La ciudad es nosotros: somos uno solo con ella. Y esto sucede, aún más que el lunes, el séptimo día.
Tuve que venir hoy domingo hasta la universidad para hacer unas impresiones tan largas que sólo pueden hacerse cuando no hay nadie en fila. Caminé desde mi casa hasta Plaza Universidad, donde está la estación de Bicing más cercana, y así poder dar con una que me trajera hasta acá. El domingo se siente en el aire: calles desocupadas, de vez en cuando el sonido de un motor, los viejos saliendo a botar los envases de vidrio, cartón y papel en cada uno de los contenedores. Se respira un aire de hospitalaria tensión, con la plena conciencia de que si sucede algo nadie estará allí para ser testigo o ayudante. Tenía que comprar cigarrillos, así que, al pasar por un bar en Diputación con Villarroel, decidí entrar y preguntar si tenían máquina de tabaco. Intuí que estaba abierto porque había un viejo canoso, con los brazos encima de la mesa, y una taza de café vacía a su lado, sentado en una mesa al costado de la ventana, en la misma que había un letrero en letras mayúsculas que decía "LOCAL EN TRASPASO". El viejo me miró mientras contaba las monedas, y cuando tuve el cambio justo, entré. La escena fue desoladora. Las sillas estaban arrinconadas, no había una sola bombilla encendida, y la única persona que estaba allí dentro era el viejo canoso, aún con los brazos encima de la mesa, y la misma taza de café vacía a su lado. Tuve la sensación que se tiene minutos antes de romper en llanto, con la diferencia de que no tenía intención alguna de llorar. Caí en cuenta de que el viejo era el dueño del local en traspaso, y entonces le pregunté que si tenía máquina de tabaco. Me contestó con voz cortante: "No, no hay tabaco. La verdad es que no hay nada". Agradecí, y salí por la misma puerta.
Caminé unos pasos, y luego me devolví para ver de nuevo esa escena que sólo nos puede dar un domingo en la ciudad. El viejo contesta "No hay nada", porque de hecho el local está a punto de cerrar. Él, solitario y meditabundo, aprovecha los últimos domingos para ir y sentarse solo en el café que desde hace tantísimos años viene atendiendo todos los días menos el domingo. Pero al llegar el domingo, se reconoce, y siente la necesidad de ir al bar y ser uno con él. "No hay nada"; había una tragedia sin igual.
Caminé hasta Muntaner, y entonces bajé hacia Gran Vía. Cuando llegué por la bici, estaba seguro de que el viejo seguiría allí. Porque hoy, sin explicación alguna, con el sol encima de una capa de nubes grises, la ciudad se sentía íntima, melancólica y agazapada.

Comentarios

martín gómez dijo…
Contundente la descripción de la desolación de domingo, poeta. Claro que desde que me gradué del colegio y cogí juicio es mucho más leve que en mis años de 'gamberro'.
Anónimo dijo…
Tu texto, como el domingo, me parece que está impregnado de melancolía. No debría existir el domingo, ni siquiera el séptimo día de la semana que hubo alguien que lo utilizó para descanasar y mira adónde nos ha llevado. Oí una vez que los domingos por la tarde matan más hombres que las bombas. El domingo es un día al que hay que sobrevivir.

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