Un divertimento pasajero


Ahora voy en el tren dirección Cambrils, recibiendo la velocidad de espaldas. Salió a las 3pm, y dada esa atravesada hora, decidí venir antes y así comer algo, sin preocupaciones de ir tarde o demasiado pronto. La idea fue sensata: hacía mucho tiempo que no comía en McDonalds, y cuando salí de comer un menú BicMac las filas de la taquilla estaban completamente abarrotadas de pasajeros recién salidos del trabajo. Luego fue pasar el billete por la máquina, bajar las escaleras, esperar que los pasajeros del aeropuerto se embarcaran en el tren anterior, y entonces llegó el que estaba esperando. Por lo general son dos tipos de tren: aquél que tiene bancas largas, para dos o tres personas por fila, y el otro es el de sillas particulares, dos en cada lado, tapizadas en azul rey y contrastadas con un cabezote naranja primaveral. Éste, de la misma manera que opinará el resto de la humanidad, es mucho más cómodo, y dicha sentí cuando lo vi aproximarse. Luego fue buscar asiento: por lo general prefiero encontrar uno que me permita recibir la velocidad de frente, para tener esa impresión de estar moldeando el espaldar con la misma rapidez del tren, pero en este caso estoy sentado en uno que me obliga a recibir la velocidad de espaldas. Desconozco los motivos, pero jamás me ha gustado darle la espalda al camino recorrido. Quizás porque cuando era pequeño mis papás, en los viajes de siete u ocho horas hasta Alsacia en carro, me decían que nunca debía mirar hacia atrás, hacia el camino recorrido, porque lo más probable era que me mareara: quizás es por eso. De pronto es porque tengo la impresión de que mi propio cuerpo no será capaz con la inercia recibida de espaldas, por lo que estaré todo el viaje—una hora y media, aproximadamente— con la espalda inclinada hacia mi adelante, es decir, hacia el atrás del tren.

Me gustan estas sillas porque dan cierto aire de intimidad. La silla que tengo al lado está desocupada; más allá, una joven leyendo el periódico; delante de ésta, un hombre que no alcanzo a ver hablando con una chica que, situada a su lado derecho, sí entra en mi campo de visión. Ella está terminando una chupeta de golosina, y tiene en su regazo un Manual de gramática italiana; no sé muy bien quién es el autor porque justo cuando acabo de descifrar el título, se dio la vuelta y casi me sorprende en el acto espiador. No sé si se dio cuenta, pero puso el libro bocabajo, como si supiera lo que estaba haciendo.

Lo acabo de ver: el autor es Manuel Carrera Díaz, y el acompañante lleva gafas a la catalana: esto es, marco grueso, por lo general de color, y la parte inferior solamente con el lente.

Ahora miro por la ventana, y detallo este paisaje que nunca había visto saliendo de Barcelona. Por lo general, y por cuestiones del azar, siempre me siento en la fila izquierda cuando estoy de regreso a Barcelona. Entonces hay un punto en que alcanzo a ver muy lejos la cima del Tibidabo, la antena del Estadi Olimpic; unos terrenos baldíos los separan del tren que, con suerte, no se debe detener durante unos 4 o 5 minutos. A diferencia de la salida o entrada de Bogotá, Barcelona está claramente diferenciada, y se permite ver como una unidad a lo lejos. Bogotá está desperdigada por toda la sabana, sin saber dónde comienza y dónde termina, a no ser por la salida hacia el occidente, que el río Bogotá corta de un tajo certero y maloliente. Las últimas veces alcanzaba a tener una imagen un tanto desoladora a mi regreso a Barcelona, porque salía con todo el sol posible de Cambrils, y justo encima de la gran ciudad a la que me dirigía se había posado una gigantesca nube gris, no necesariamente lluviosa, pero que creaba una capa tan espesa que los rayos solares perdían la fuerza al intentar penetrarla. La misma masa corpulenta que se aprecia cuando un avión alcanza su altura máxima, sobre todo en un viaje transcontinental. Salgo de Bogotá, de Barcelona o de Madrid, y el día es gris; pero allá arriba, pasando la capa de nubes y pasando el cielo artificial espumoso, está haciendo un día soleado. No creo que allí esté Dios —no iré tan lejos— pero tengo la certeza de que si el Absoluto reside en alguna parte, es precisamente allí, en esa soledad desoladora de la altura, más triste y más solitaria que la de los océanos, porque, al contrario del mar, el cielo no tiene animal alguno que logre soportar la ausencia de oxígeno. El fondo del océano, en cambio, es una noche eterna, es los pasadizos de una ciudad peligrosa, las cavidades misteriosas de un solo mundo que desconoce por completo incluso la existencia de la luz solar, peces misteriosos buscando a otros todavía más. De la oscuridad más absoluta a la luminosidad más transparente: no sé cuál de los dos espacios preferiría vivir, así fuera por una treintena de segundos, con la misma naturalidad con la que puedo respirar en este tren que me obliga a recibir la velocidad de espaldas.

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