El frío primaveral
El frío primaveral, a la caza del calor que se anticipa a la llegada del verano. Ese frío atemperante, drásticamente dinámico por el viento que surca las calles, contemplado desde las terrazas que ya se empiezan a utilizar, metiéndose entre los dedos de los pies que sobresalen de las sandalias y las camisas de hilo que salen intempestivamente del armario, luego de haber estado clausuradas reposantes en ganchos de ropa, o debajo de chaquetas, sacos o gabardinas, abrigos, chalecos o chubasqueros impermeables. Ese frío que desciende del cielo azul cristalino (¿pero cómo es este azul? ¿alguien lo puede ver?), entre la luz que ha dejado su brillantez invernal, para ser de nuevo amarilla, portadora de calor: ese sol que ya comienza a calentar.
Desde siempre me ha llamado la atención el frío primaveral porque no enfría el cuerpo. Misteriosamente, es un frío cálido, un frío epifánico, que nos recuerda la temporada que se avecina. Nada tiene que ver con su hermano, el frío invernal, ese frío monótono, solitario, polar, que hincha las mejillas, sonroja la cara sin que la sangre haya subido a la cabeza, que nos da colores difícilmente reconocibles en medio de esa luz metálica de cualquier mañana de enero.
Camino por las calles de Barcelona sin sacos, chaquetas o abrigos, con unas menorquinas que no tienen cinco días de compradas, y ese frío me da vigor, me da fuerzas, moldea mi cuerpo con un cincel de algodón, y siento cómo el viento me traspasa, siento cómo el frío roza la piel de una manera misteriosa, para luego voltear por cualquier esquina, dejando a su paso el temblor de unas hojas que quizás celebran su renacimiento. Es un frío que invita a la terraza, es un frescor que reconforta. Lejos estamos del abrigo: son sutiles campanazos de la vida que se renueva. Somos así partícipes de la consagración de la primavera.
(Imagen: "Primavera" (1478), Sandro Botticelli)
Camino por las calles de Barcelona sin sacos, chaquetas o abrigos, con unas menorquinas que no tienen cinco días de compradas, y ese frío me da vigor, me da fuerzas, moldea mi cuerpo con un cincel de algodón, y siento cómo el viento me traspasa, siento cómo el frío roza la piel de una manera misteriosa, para luego voltear por cualquier esquina, dejando a su paso el temblor de unas hojas que quizás celebran su renacimiento. Es un frío que invita a la terraza, es un frescor que reconforta. Lejos estamos del abrigo: son sutiles campanazos de la vida que se renueva. Somos así partícipes de la consagración de la primavera.
(Imagen: "Primavera" (1478), Sandro Botticelli)
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